Julián Cabrera
La encrucijada podemita
Va a resultar extremadamente complicado explicar a los casi 37 millones de españoles con derecho a voto, ante una hipotética nueva campaña electoral, que en los meses posteriores al 20-D la capacidad de nuestros políticos para ejercer vetos o establecer líneas rojas ha sido superior a la disposición para negociar un mínimo acuerdo que diera paso, al menos a una legislatura efímera o en precario fruto de un entendimiento de mínimos. La alta abstención –y así lo reflejaba el sondeo de este periódico el pasado domingo– podría ser tan histórica como justificada. Desde aquel momento en el que el socialista Pedro Sánchez respondía con un rotundo y reiterado «no» a la oferta de Mariano Rajoy para armar una gran coalición en compañía de Albert Rivera, quedaba certificado que la llave del maletín que activaría una repetición de elecciones se metía en el bolsillo del líder de Podemos, Pablo Iglesias. De las alternativas posibles tan solo sumaba la del acuerdo del PSOE con la formación de izquierda radical y el asentimiento soberanista, sólo Pablo en función de su conveniencia partidista podía conocer si iríamos a una nueva cita con las urnas, puesto que sólo de él dependía hacer de Pedro el inquilino de la Moncloa.
Pero a Pablo, al que le faltaron otros quince días de bien trazada campaña para darle el «sorpasso» al PSOE, lo que realmente se le está haciendo grande es el terreno de juego posterior a los comicios de diciembre. No parecen ya tan claras esas expectativas que situaban a su formación como la más beneficiada en una repetición de elecciones. El exceso de dogmatismo impostado y el afán de protagonismo como si la articulación de un pacto de gobierno tuviera que dirimirse en tertulias televisivas y ruedas de prensa no parecen haber encandilado precisamente al hastiado electorado; más al contrario, la legítima reivindicación de una vicepresidencia y varios ministerios teniendo en cuenta que ya hablamos de dos fuerzas de la izquierda casi con los mismos votos –ambas en el entorno de los cinco millones– ha sido interpretada no tanto como el canto de cisne de la «marquesona arruinada» socialista sino como un burdo órdago reivindicativo de poltronas. Iglesias, que tampoco contaba con permanecer en un borde de la pista mientras Sánchez y Rivera bailaban, –eso sí, sin música– y con un Rajoy en el otro extremo pero con un puro entre los dedos y tarareando el «fumando espero» parece haber caído ya en la cuenta de que Sánchez no tenía sólo una, sino dos balas de plata, la del difícil pacto de la izquierda que le llevaría a la Moncloa y –sorpresa– la de exprimir al máximo la encomienda del Rey para «intentarlo» con el consiguiente barniz negociador y papel protagonista claves para una trabajada reelección como candidato socialista de cara a nuevos comicios y casi certificada la devolución al chiquero de unos barones con astas afeitadas. Pablo ya debe de haber caído en la cuenta de que también a los agitadores de la facultad de políticas se les puede pasar el arroz.
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