Joaquín Marco
La España de hoy
E l día a día hace difícil observar los cambios que se están produciendo a nuestro alrededor. Aunque se observen signos alentadores en el ámbito de la macroeconomía, la realidad social que nos envuelve cambia con tanta velocidad que casi no la llegamos a percibir. Los datos de población reflejan que este país no será el mismo tras el vendaval de la crisis, ni siquiera en el censo de población. Por ejemplo, el número de nacimientos está cayendo durante cinco años consecutivos. En 2013 nacieron 425.390 niños, cifra que coincidiría más o menos con la de 2002. Este descenso progresivo de la natalidad se debe a que el número de hijos por cada mujer en edad fértil no superó en el año 2013 el 1,26. Además, el número de mujeres en edad de procrear se ha reducido desde el año 2009 a una natalidad semejante a la de finales de los ochenta y principios de los noventa. Cabe sumar a ello que las mujeres o las parejas más o menos estables deciden generalmente retrasar casi hasta el límite la responsabilidad de tener hijos. En estos momentos se halla en las mujeres en los 32,2 años y, aunque se alarga la esperanza de vida, el saldo entre defunciones y nacimientos no llega a compensarse. Por otra parte este descenso de la población, al que cabe sumar el problema de la emigración, altera los ámbitos del consumo. Tampoco existen entre nosotros determinados incentivos que se perciben en otros países de nuestro entorno y que contribuyen a fomentar la natalidad. Fundamentalmente tras este descenso podemos advertir la crisis económica. Nuestra pirámide de población tiende a ser problemática porque va aumentando el número de hombres y mujeres de edad avanzada y, dado el sistema de reparto de nuestra Seguridad Social, obliga a ir vaciando la hucha de las pensiones que se logró en los tiempos de bonanza.
Por comunidades autónomas el descenso de la natalidad es más acusado en Navarra, La Rioja, Canarias y Cataluña y más moderadamente en Melilla, Aragón, Murcia y Ceuta. Resulta también fruto del retorno de emigrantes a su país de origen, algunos de ellos ya nacionalizados. Los emigrantes acostumbraban a tener un mayor número de hijos, por lo que su marcha influye también en este ámbito. Regresan a Ecuador, a Colombia, a Bolivia, a Perú, a Argentina, dada las dificultades de empleo entre nosotros y el consecuente descenso de los salarios, pero en términos absolutos los que más emigraron fueron los rumanos y los marroquíes. Por lo general son jóvenes y algunos enviaron por delante a sus familias permaneciendo aquí hasta agotar las posibilidades de encontrar un trabajo digno. En ello coinciden con los jóvenes españoles que buscan nuevos horizontes en otros países europeos, América o Australia. El año pasado se calcula que marcharon 80.000, muchos de ellos con excelente formación. Parte de aquellos ingleses y alemanes que buscaron el sol con sus jubilaciones en la Costa regresan también. Pasaron aquellos tiempos de una favorable diferencia de precios entre sus países y el nuestro y las ventajas ante el fisco. No son buenas noticias en una recuperación que apenas se deja sentir en la calle y que se calcula que tardará aún algunos años en estabilizarse. Perder población es una muestra de inseguridad y cambia la faz del país. Hemos pasado –durante el boom del ladrillo– de acogida y fuerte crecimiento poblacional a convertirnos, de nuevo, en un país de emigrantes. También son preocupantes algunos rasgos de xenofobia que comienzan a advertirse o acentuarse.
Otro aspecto de estos cambios profundos y apenas perceptibles se da en la situación de nuestra infancia. Ya Unicef advierte de que tener hijos es un factor que multiplica la pobreza y reclama una mayor inversión social en este ámbito. Se calcula que la pobreza alcanza ya a un 20,4% de la población española, pero en las familias que cuentan con tres o más hijos crece hasta el 46,9 %. España dedica el 1,4% del PIB a la infancia, en tanto que en la Unión Europea la media es del 2,2%. Casi dos millones de nuestros niños viven en la pobreza y uno de cada cinco hogares también la sufre. Cabe sumar a esta negativa observación de la situación infantil los problemas que se plantean en el ámbito de la educación. El hecho de que una parte de nuestra infancia atraviese dificultades, hasta para alimentarse adecuadamente, no presagia nada bueno para el futuro del país.
Estamos asistiendo a recortes que en algunas zonas ha llevado a prolongar con actividades estivales el periodo escolar para, así, como excusa, poder ofrecer a los niños almuerzo y merienda. Pero Unicef va mucho más allá y reclama un pacto de Estado que permita resolver una cuestión que debería ser candente, aunque afecte a una parte tan sensible de la población que para tantos resulta invisible. En dicho pacto debería figurar también una ley de violencia contra la infancia y una eficaz protección de los niños y niñas en las leyes. Susana Camarero, secretaria de Estado de Servicios Sociales e Igualdad declaró que «la situación está evolucionando claramente a mejor en estos dos años». Pero los datos objetivos de exclusión social para una parte de nuestra infancia constituyen un aldabonazo a las conciencias de todos. Preservar la infancia, el paraíso en la madurez, constituye una de las esenciales tareas de nuestra sociedad. No puede ser que la crisis siga acosando a los más débiles, porque precisamente ellos son nuestro futuro.
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