Lucas Haurie
La exhibición de Maragall
Resulta del todo innecesario haber tenido la desgracia de convivir con un demente senil para calibrar la tragedia que ello significa y la devastación que produce. Algo grave se maliciaba el neurólogo Alois Alzheimer que ocurría en el cerebro de una paciente a la que reconocía en su consulta de Fráncfort. La señora, apenas rebasada la cincuentena, era incapaz de recordar su apellido o siquiera de reconocer a su esposo. Muchos lectores se habrán visto en este espantoso trance: un ser querido despojado del yo consciente es apenas un guiñapo, un triste saco de huesos. Queda el magro consuelo del humor negro para contarle al abuelo que se llama Alzheimer ese señor alemán que le esconde las gafas porque la sonrisa, siquiera sardónica, puede que en nada mejore al enfermo, pero sí alivia el ánimo de quien lo cuida.
El encarnizamiento social, hijo bastardo del terapéutico, es una sevicia gratuita que se inflige a quien carece de voluntad. Bávaro como Alzheimer, la abdicación del Papa emérito Ratzinger cuando aún estaba en plenitud de facultades mentales tuvo mucho que ver con sus vivencias junto a un Wojtyla terminal, a quien la facción más conservadora de la curia manejó de forma crudelísima. No hay nada de misericordioso en presentar como a una autoridad a un anciano incapaz de sostenerse ni concuerda con los ideales progresistas la exhibición de Pasqual Maragall en un mitin. ¡Valiente humanismo, cristiano o laico! La progresía pretende ultimar a ciudadanos en hospitales públicos apelando a la «muerte digna», pero impide que un enfermo sobrelleve con dignidad su desgracia y lo usa, privado de voluntad, como icono propagandístico. ¿En qué diablos estaría pensando su esposa? A Pablo Iglesias le faltan cinco minutos para, igual que su faro ideológico Hugo Chávez, conversar con el espíritu de Simón Bolívar o bailar un pasodoble con la momia de Lenin.
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