Restringido
La guerra ha comenzado
Nadie quería creerlo, aunque algunos habíamos advertido reiteradamente que, siguiendo el consejo de Stéphan Dion, había que «admitir que podemos perder» frente a los nacionalistas. Nadie lo suponía a pesar de que, allá por julio, Raúl Romeva dijo con solemnidad que «vamos a por todas» y, para remachar, añadió: «Que todo el mundo entienda que esto va de verdad». No se quería pensar en ello y ha sucedido. Esta semana pasará a la historia de España como una de las más dramáticas, pues la semilla de la ruptura ha germinado y en Cataluña se anuncia el inicio de la creación de un Estado independiente. Alguien todavía dirá que, de momento, eso sólo es un papelito entregado en el registro del Parlament de Catalunya, tratando de restarle importancia porque, según su particular visión de las cosas, no conviene dramatizar para no excitar la efervescencia secesionista. Y otros añadirán que, si se aprobara, sería ilegal y, consecuentemente, irrealizable, apresurándose a puntualizar que, aun así, resultaría perjudicial actuar en los tribunales contra sus promotores porque, al fin y al cabo, se trata de un acto político y la política, ya se sabe, hay que resolverla con diálogo. Esos ingenuos –o tal vez cobardes– pretenden desconocer que la emergencia de un nuevo Estado no es una cuestión jurídica sino un acontecimiento, un hecho fundacional que se apoya en la voluntad y en la fuerza de quienes lo promueven. Una voluntad y una fuerza a la que, para evitarla, sólo cabe oponer otra de igual o mayor magnitud.
Mariano Rajoy parece haber entendido, por fin, que el tiempo de las palabras se ha terminado y que, frente al independentismo catalán, ahora sólo queda emplear la fortaleza del Estado, del Reino de España, basada en su Constitución y en los instrumentos que ésta pone en manos del Gobierno. Su reunión, primero con Pedro Sánchez, y ulteriormente con los líderes de Ciudadanos y Podemos, han dado a su mensaje una gran credibilidad. Éste, además, aunque parco en su formulación inicial, adquirió el jueves una especial significación cuando, con ocasión de la conmemoración del ingreso de España en la ONU, advirtió a los nacionalistas que «la violación de la integridad de los Estados» está en el origen de «los mayores conflictos del siglo XX y los más desgarradores del siglo XXI».
En 1995, ante el Parlamento Europeo, en el que sería el último de sus discursos, François Mitterrand exclamó: «¡El nacionalismo es la guerra!». Veinte años después, otro presidente de Francia, François Hollande, evocó esas palabras en idéntico escenario para apelar al espíritu de unidad en Europa, aunque no citó la reflexión que añadió su predecesor: «La guerra no sólo es el pasado, puede ser también nuestro futuro».
Ese posible futuro, que hasta hace nada era sólo una hipótesis lejana, se está haciendo realidad entre nosotros. Pues en efecto, aunque sólo hayamos asistido a sus primeras escaramuzas, con la acción conjunta de los nacionalistas de izquierda y derecha, en Cataluña la guerra ha comenzado. Ojalá en esta hora dramática sepamos los españoles conjurar sus estragos.
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