Política

César Vidal

La hipocresía del espionaje

La hipocresía del espionaje
La hipocresía del espionajelarazon

El chiste circula por Estados Unidos a través de sms y de redes sociales. En la foto se puede ver al presidente Obama compartiendo mesa con un niño de guardería. La criatura, rubita e inocente, le comenta al inquilino de la Casa Blanca el trabajo al que se dedica su padre. El presidente, con rostro circunspecto, le responde: «No es tu padre...». Junto con el «Yes we 'scan'» –parodia del «Yes we can» que lo llevó hasta la magistratura más importante de Estados Unidos– esta duda sobre la paternidad de un tierno infante resume la actitud de los norteamericanos de cara a las acusaciones de espionaje formuladas contra Obama.

A la opinión pública, ciertamente le irritó que el IRS –el equivalente a la Agencia Tributaria en España– hubiera podido dedicarse a investigar la situación fiscal de miembros del Tea Party. Se podía simpatizar o no con los seguidores de esta corriente política, pero la posición generalizada era que valerse de una inspección fiscal para intentar perjudicarlos o silenciarlos era no sólo un delito, sino una canallada sin paliativos. Después vino –y aquí los gritos fueron más elevados– la noticia de que se podría haber vigilado a ciertos periodistas no especialmente partidarios del presidente. Una vez más la noticia no ayudó precisamente a favorecer la imagen de Obama, porque la mayoría de los norteamericanos cree, como ya señaló Jefferson, que la democracia quizá podría funcionar sin partidos políticos, pero no sin prensa libre. Incluso, en el terreno del espionaje, no han faltado los que, desde hace meses, suplican la liberación de Jonathan Pollard, el militar norteamericano que, durante la década de los años ochenta, se dedicó a pasarle secretos nacionales al Estado de Israel.

Apenas levantó controversia el que los teléfonos de los ciudadanos se vieran sometidos a un peinado por parte de la inteligencia, aunque todavía se escucharon algunas protestas. Pero que Obama –o Bush antes que él– se dedicaran a vigilar a adversarios, enemigos y aliados no parece preocupar a nadie. Por mucho que se diga lo contrario y a pesar de la opinión de personajes como Noam Chomsky, el norteamericano es muy consciente de que su seguridad exige recabar el máximo de información posible, incluida la que emana de cualquier Cancillería del planeta. Es cierto que las naciones de la OTAN son aliadas, pero no es menos cierto que no pocas veces han seguido una política contraria a la de Estados Unidos y/o han contado con servicios de inteligencia más que penetrados por potencias hostiles, como la antigua URSS. Vigilar a esas naciones no es visto por el ciudadano medio norteamericano como una deslealtad o como una muestra de hostilidad. Es contemplado simplemente como una acción necesaria para las necesidades de la seguridad nacional y, como tantas otras, sujeta a una negación oficial rotunda si así lo exigen las circunstancias. Y es que, más allá de los británicos –y con matices– los ciudadanos del «hogar de los valientes» saben que han de mantener ojo avizor sobre el resto del globo. En ello les va su seguridad.