César Vidal
La mano estrechada
Cuenta Solzhenitsyn en el primer volumen de su «Archipiélago Gulag» una anécdota que a él le impresionó vivamente y cuya importancia suele pasarse por alto. En el momento, ya al final de la Guerra Mundial, en que el NKVD fue a detenerlo a la unidad de artillería en la que estaba destacado, el general a cuyas órdenes estaba no sólo se permitió despedirle proporcionándole una clave de los motivos de su arresto, sino que, agradeciéndole los servicios prestados, le tendió la mano y se la estrechó vigorosamente. Aquel gesto, en apariencia insignificante, fue ejecutado delante de los esbirros de Stalin, lo que hubiera podido tener consecuencias fatales para el militar. Como señalaba acertadamente Solzhenitsyn, aquella acción rezumaba un valor cuya escasa frecuencia servía para explicar regímenes como el de la Unión Soviética. A lo largo de mi vida, he escuchado hasta la saciedad a personas que juzgaban con desprecio a aquellos que habían mirado hacia otro lado mientras deportaban a sus conciudadanos a Siberia o a Auchswitz, mientras gobernaba Franco o Pinochet o, actualmente, cuando ETA o Castro dejan sentir su poder con manifestaciones espontáneas. Sin embargo, estoy convencido de que pocos, muy pocos de ellos tendrían la gallardía de estrechar la mano de un vecino al que aborrece el resto de la escalera, de un compañero al que acaba de despedir el déspota que está hundiendo la empresa en la que siguen trabajando o de un político caído en desgracia en el partido donde desean ascender. Y si comportamientos así –que, a lo sumo, alcanzan la categoría de mal rato y de difuso riesgo de futuro– son considerados peligrosos, ¿por qué debería extrañarnos el silencio culpable que millones de personas han practicado y practican a diario cuando el peligro es real? No nos extrañe, pues, la legión de agradadores que rodea a no pocos políticos; la vaciedad anticientífica de no pocos departamentos universitarios; el carácter monocolor de la mayoría de los medios; el estancamiento de buena parte del sector empresarial o el ascenso, al parecer, imparable, de gentes que ocupan puestos para los que no han demostrado mayor mérito que su capacidad de intriga y conspiración. Semejantes plagas, a decir verdad, son lógicas cuando se ha asumido lo que se considera conveniencia propia como una regla de comportamiento superior a principios morales elementales. Y es que no cabe engañarse, la sociedad, a fin de cuentas, sólo puede avanzar cuando en ella existen gentes que estrechan la mano como aquel militar a cuyas órdenes sirvió Solzhenitsyn.
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