Iñaki Zaragüeta
La marcha de Torres-Dulce
E scuchaba y leía ayer las interpretaciones acerca de la dimisión del ya ex fiscal general del Estado Eduardo Torres-Dulce, y la confusión iba «in crescendo». Cada periodista, cada contertulio, aportaba su granito de arena en un afán de demostrar las grandes dosis de información que cada cual tenía al respecto. Unas podían tener cierta coherencia, otras apostaban incluso por explicaciones peregrinas.
En la vorágine que hoy se encuentra la Justicia en su relación con la política –infinidad de cargos públicos sumidos en procesos judiciales, sospechas sobre otros muchos– facilita, incluso invita a deducir que el titular del Ministerio Público nacional pudiera ser objeto de algo parecido a la coacción. Sin embargo, Torres-Dulce ha reiterado por activa y por pasiva que nunca ha sufrido la influencia del Gobierno a la hora de desarrollar sus responsabilidades. ¿Por qué no creerle? Evidentemente, es normal que hayan existido discrepancias de criterio y, sobre todo, intereses encontrados. Ello no quiere decir que el Ejecutivo haya pretendido imponerse.
Ahora bien, tal como aparece el escenario público español, la presión del propio entramado tiene que ser enorme y se necesitan demasiadas características especiales para soportarla. Más aún si se trata, como es el caso, de una persona que tiene su vida profesional garantizada. No me sorprende que uno se sienta apabullado ante semejante espectáculo.
No quiero cerrar estas líneas sin expresar el comentario que hizo ayer mi amigo Rogelio: «¡Qué casualidad que, a las 24 horas de dimitir el fiscal general, el fiscal anticorrupción de Valencia pida la imputación del ex presidente de la Generalitat, Francisco Camps, por un caso relacionado con la celebración de la Fórmula 1 en la capital del Turia!». Así es la vida.
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