Ángela Vallvey
La paella
Antaño, fui una jovenzuela ingenua que se creía el 99,9% de lo que le decían. Hogaño, he cambiado totalmente (solo me creo el 99,8%), pero entonces mi aldeana candidez era casi una enfermedad. Verbigracia, tuve unos vecinos encantadores. Me engatusaron porque siempre que me veían, cosa que sucedía frecuentemente, me acorralaban y soltaban una chapa que no sentía las piernas. Yo creía que aquellos acosos eran prueba del interés que sentían por mí. No se me ocurría pensar que, más bien, estaban cautivados por sí mismos: eran una parejita madura más aburrida que dos estreptococos descansando en un lago marciano, y buscaban con desesperación la compañía de cualesquiera que lograse soportarlos y sonreír mientras los escuchaba amablemente.
Por aquel tiempo, yo me esforzaba mucho en estimar al prójimo. A veces, me costaba un gran esfuerzo valorar a gente claramente zafia, brutal y maleducada, pero lo intentaba con pasión. Está en mi naturaleza tasar al alza a los demás.
La pareja en cuestión, después de soltarme cada una de sus filípicas –que me dejaban sumida en un mar de perplejidad y desconcierto existencial–, siempre prometía que me iban a invitar a comer una paella. «Conocemos un sitio, en el pueblo Tal, donde hacen la mejor paella del mundo». Se me derretían las papilas gustativas. «Te vamos a llevar para que la pruebes. No te preocupes. Tú eres joven y no dispones de mucho dinero: el desplazamiento y la cuenta del restaurante corren de nuestro bolsillo. No tendrás que pagar nada, solo comer. Nunca has probado una paella tan deliciosa como la que sirven allí». Eso me decían, un día sí y otro también. Yo me relamía pensando en aquella pitanza. Me abrumaba su «generosidad». Les daba las gracias efusivamente. Me sentía en deuda con ellos, pese a que nunca llegaba el día de ir a comer paella... Y nunca llegó. Fuimos vecinos durante años, pero no encontraron ocasión de llevarme a degustar tan rica comida. Soporté cientos de horas su cháchara aburrida, idiota, vulgar... He conocido desde entonces a muchos como ellos. Esta especie abunda, son gusarapos emocionales. Ladrones de amabilidad. Prometen de forma vehemente lo que no están dispuestos a ofrecer de ningún modo. Te obligan a dar las gracias anticipadas por algo que jamás darán. Y, mientras, te lo quitan todo. El tiempo precioso de la vida, un trozo del corazón. Yo los denomino «los de la paella».
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