Cristina López Schlichting

La panacea

De los sesenta a los noventa, la vacunación tuvo un halo de infalibilidad maravilloso. Los niños no comprendíamos muy bien el mecanismo, pero íbamos como corderos al matadero a ese tormento que dolía, e incluso te dejaba marcas de por vida en los brazos pero, a cambio, te salvaba rotundamente de la muerte o la discapacidad. Las vacunas –estudiábamos en el cole– habían erradicado la polio, la tos ferina, la rubéola y mil demonios más, que habían diezmado a nuestros padres y abuelos. Las cartillas certificaban paso a paso la salud del cuerpo, como el bautismo, la comunión y la confirmación certificaban la salud del alma. Y después de tanto progreso, ahora la claridad se desdibuja. En el siglo XXI, las vacunas son objeto de controversia. Un sector de Occidente las estigmatiza, diciendo que embotan el sistema inmunológico y no son del todo eficaces. Otro recela de las autoridades y considera insuficiente el calendario oficial, por si el poder regatease la salud a los pueblos. Por un lado, se critica a las empresas farmaceúticas –que estarían creando vacunas sólo para enriquecerse–, por otro, se teme que los gobiernos de la crisis escamoteen las compras y ventas necesarias. Hasta las administraciones se pelean. La gente anda confusa y aterrorizada y cruza fronteras para comprar las dosis, como en la época del estraperlo de penicilina. Ni las vacunas son inútiles ni los ministros de Sanidad quieren matarnos. Pero a ver si encontramos freno a las atribuciones milagrosas y la falta de información y evitamos con ello el pánico de las personas poco avisadas.