Cine
La peste y Baldwin
Aquella tarde, en la barra de un garito impersonal y lujoso en Midtown, Dave Marsh, biógrafo de Bruce Springsteen, crítico de rock, pionero en Rolling Stone, volvió a hablarme de James Baldwin. En su opinión no hubo otro igual. Nadie como aquel intelectual, fumador, negro, homosexual, navegó con linterna de queroseno los trampantojos de una América dispar en riquezas, violencia y sufrimiento. El hijo del predicador, educado en el Bronx, traía en el morral doscientos años de látigo y cadenas, más la maldición de Sodoma que lloraban Cocteau y Whitman, el de la barba con mariposas. Se adelantó a las guerras culturales que consumieron los campus de EE UU y fue amigo y confidente de Martin Luther King y Malcom X. Nació en Harlem, que como todo dios sabe es el centro del Universo. Escapó a Francia a tiempo de escribir sus primeros libros, no sin antes sobrevivir en el Greenwich Village, décadas antes de que el barrio bohemio, donde las chicas bailaban descalzas y Dave Van Ronk tocaba la guitarra en Washington Square, acabara por sumergirse en la ola de gentrificación que hoy lo consume, pasto de un pijerío analfabeto alimentado a base de yogurt helado. Supo como nadie que el tema central en su país, la herida primigenia, era y es el racismo. Lo cantó Mark Twain y lo corroboró un Baldwin que fue amado y temido, amigo de presidentes, actores, poetas y borrachos. Lo consumió la nicotina pero también el exilio. Incluso aunque hubiera regresado a las calles de Manhattan sabía que seguía desterrado. Los suyos eran los perseguidos. Crucificados de todas las épocas a los que la moral dominante, amiga de la turba, utiliza como aglutinador social y gasolina. Murió en 1987, y no llegó a ver como un negro tan elegante como Gregory Peck y tan elocuente como Cicerón llegaba a la Casa Blanca. También se ahorró el bochorno de contemplar al bufón rubio que sucedió a Obama. Ahora su familia ha cedido sus papeles a la Schomburg Center for Research in Black Culture, de la Biblioteca Pública de Nueva York. Lo cuenta Jennifer Schuessler en el New York Times. También relata que buena parte de su correspondencia privada permanecerá inédita. A los deudos les fastidia que el genio fuera humano, fieramente. Prefieren ocultar las cartas comprometidas, las declaraciones de amor, el erotismo. Lo de siempre: nadie maneja peor la herencia de un artista que sus familiares, empeñados en dulcificar, pulir y acicalar cuantas aristas fastidien la hipotética, el perfil mítico del tío superlativo o el abuelo magnífico. Allá ellos y su cobardía, aunque paguemos todos. Habrá que esperar al menos veinte años para que vean la luz las cartas que Baldwin cruzó con su hermano y con el pintor Lucien Happersberger. La peste de la moralidad estrangulada engendró una piara de censores todoterreno, un ejército de guardianes de las buenas costumbres, a izquierda y derecha. Nos quieren entre tinieblas. Qué aburrimiento de tiempos modernos, sometidos a la opinión de tanto tonto con ínfulas. De las bibliotecas infantiles a los campus, la peste avanza.
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