Reforma educativa
La reforma educativa
Una de las asignaturas pendientes es lograr un sistema educativo estable, de calidad, que garantice la equidad, la igualdad y el conocimiento de lo que es realmente necesario aprender y aprehender en cada etapa de la educación, y que premie el esfuerzo y el mérito por encima de la malhadada comprensividad que ha llevado al tan manido fracaso escolar y al deterioro de la formación y los conocimientos de nuestros alumnos. Las únicas leyes que han tenido vigencia en nuestro país en las últimas décadas desde la restauración de la democracia han sido las leyes socialistas, impidiendo que las aprobadas por el Partido Popular y la derecha en general hayan tenido posibilidad de aplicarse. Esas leyes han centrado la educación en el triunfo de la pedagogía y los pedagogos, preocupados por que el alumno no se frustre, dando más importancia a cómo se enseña que a lo que se enseña y lo que se aprende, eliminando las calificaciones para evitar comparaciones que puedan resultar molestas, e impidiendo así medir dónde las cosas van bien y dónde no tan bien para corregirlas. Y a todo ello se une la descentralización que ha sufrido el sistema educativo hacia las CC AA, lo que ha dado lugar a 17 sistemas distintos, con exigencias y requisitos diferentes, con contenidos disparatados, fomentando el localismo y perdiendo de vista los conocimientos nacionales y universales indispensables para entender nuestra historia, nuestro país y el mundo del siglo XXI. Consecuencia de este modelo y de estas leyes son las diferencias entre unos territorios y otros, y la instrumentalización de la educación por parte de alguno de ellos para imponer su visión independentista y adulterada de la realidad, y para relegar la lengua oficial de nuestro país y el derecho de padres y colegios para elegirla como lengua vehicular, con independencia de que también deba impartirse la lengua propia. La última de las leyes educativas aprobada por la derecha ha sido la «Ley Wert». Una ley que, pese a su cortedad en la introducción de reformas más ambiciosas fruto del complejo típico de la derecha pese a su mayoría absoluta, introdujo mecanismos para tratar de unificar el sistema a nivel nacional, reforzando el conocimiento, el mérito y el esfuerzo como base de un sistema educativo de excelencia, e introduciendo pruebas que permitan evaluar los conocimientos adquiridos. La «Ley Wert» señalaba que los cambios propuestos buscaban resolver los problemas de nuestro sistema educativo a la luz de los datos objetivos que señalaban las evaluaciones periódicas de organismos internacionales. Esta ley fue de nuevo atacada con toda la artillería posible por la oposición, los sindicatos, y los que veían peligrar su «statu quo», como ha sido tradicional en nuestro país ante cualquier reforma que venga de la mano de aquellos que se consideran los guardianes exclusivos de la pureza del sistema educativo, los socialcristianos, intentando paralizarla primero, y derribarla después en los tribunales, una vez más, ante el complejo y la pasividad del Gobierno, pese a contar con mayoría absoluta. No lo lograron, pero sí consiguieron la salida del ministro para dar paso a otro al que doblarle la mano dificultándole o haciéndole rectificar en la aplicación de la ley. Los efectos no han tardado en sentirse. En apenas un año, el nuevo ministro y el Ejecutivo ahora en funciones han ido dando marcha atrás a los pocos avances que esa ley introducía para la mejora de nuestro sistema educativo, culminando ahora con la práctica eliminación de las reválidas de la ESO y el Bachillerato, que trataban de asegurar que no se pasase de tramo educativo sin asegurar unos conocimientos mínimos, y además en igualdad de condiciones y en todo el territorio nacional. Pues aunque a algunos les moleste, y tal y como ha señalado el Tribunal Constitucional en sus sentencias, el sistema educativo es uno para toda España, y corresponde al Estado fijar sus bases. La Exposición de Motivos lo dejaba también muy claro. «Estas pruebas tendrán carácter de diagnóstico y servirán para garantizar que todos los alumnos alcancen los niveles de aprendizaje adecuados para el normal funcionamiento en la vida personal y profesional conforme al título pretendido. También normalizarán los estándares de titulación en toda España, indicando claramente cuáles son los niveles de exigencia requeridos, introduciendo elementos de certeza, objetividad y comparación de resultados, que den a los padres, a los centros, y a las administraciones una valiosa información para sus decisiones a la hora de mejorar el aprendizaje de los alumnos». De confirmarse como parece este aspecto, esas pruebas pasarán a ser 17 distintas, con contenidos distintos en cada territorio, en fechas distintas y con evaluaciones distintas, quedando el Estado como un mero supervisor-orientador, sin capacidad decisoria o ejecutiva, con lo que nuevamente haremos que nuestro sistema no sólo no mejore, sino que siga manteniendo y profundizando en aquellos aspectos que han contribuido a su deterioro. Nuestro país necesita probablemente muchas pactos para abordar temas importantes, y sin duda la educación es uno de ellos. Pero no puede hacerse desde la permanente imposición de los postulados de la izquierda, compartidos frecuentemente por los socialcristianos, y la pasividad y renuncia de la derecha ante el temor al conflicto y a costa de la mejora objetiva de la calidad y del resultado de nuestros alumnos. Es malo para nuestro país y es una estafa para los alumnos y sus familias. Esperemos que el futuro mapa político consiga lo que no ha sido posible en estos treinta y cinco años.
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