Ángela Vallvey

La trampa

La Razón
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El entonces senador por el estado de Arkansas, William Fulbright, escribió en 1976 un ensayo titulado «La arrogancia del poder» donde aseguraba que criticar al propio país no solo es un derecho, sino un acto de patriotismo (así, podríamos jurar que España está a rebosar de patriotas, aunque el patriotismo no sea lo nuestro...). Mientras desaprobaba la política exterior norteamericana, especialmente en Vietnam, advertía que «la arrogancia del poder ha dañado, debilitado y a veces destruido a grandes naciones en el pasado».

En España, aunque los ciudadanos no piensen que su sistema es, ni de lejos, el mejor del mundo, nunca faltan políticos especialistas en soberbia, como aseguraba Fernando Díaz-Plaja, que recordaba la figura desairada de don Gonzalo de Córdoba cuando el rey Fernando el Católico le pedía cuentas de los muchos dineros que se había gastado en la guerra. «Picos, palas y azadones, cien millones», se dice que respondió el militar, altivo y desdeñoso. Díaz-Plaja sostiene que Gonzalo de Córdoba, el Gran Capitán, se sentía ofendido tanto porque le pidiesen cuentas como porque no sabía darlas.

Cinco siglos después, seguimos contemplando estupefactos cómo algunos reciben prebendas sin tino sólo porque han sido ungidos imperialmente por el poder que, incluso en régimen de democracia, aquí se ejerce de manera rotunda, dominante. Aunque tales privilegiados no sólo sean incapaces de rendir cuentas, sino que consideran un auténtico agravio que se las pidan. Han vivido a la sombra programática del partido, haciendo bueno aquello que aseguraba Hobbes de que la inclinación principal del ser humano es el poder, la ardiente sed de poder que sólo se acaba con la muerte, y consideran un ultraje cualquier intento de fiscalizar o contabilizar sus desmanes. La soberbia del poder se alimenta de la institucionalización de la «adjudicación directa» en todos los rangos de la vida pública. La gran debilidad del erario estatal español es la adjudicación directa: la cesárea toma de decisiones que dispone del dinero público como si fuera patrimonio privado de los mangoneros de reemplazo. Lo peor –pero también lo mejor– es que el poder vuelve altaneros a quienes lo disfrutan, de modo que llega el día en que la insolencia torna descuidado al poderoso, que piensa que nunca será pillado en falta, dado que él mismo es juez y parte en la evaluación de sus excesos. Así el poder, que jamás es eterno, cae fácilmente en la trampa tendida por su propia arrogancia. O ignorancia.