Francisco Nieva
La Zarzuela republicana
La del manojo de rosas» me parece la zarzuela republicana por antonomasia, embebida de euforia callejera, pimpante, graciosa, proféticamente neorrealista y cotidiana, como si España fuera republicana desde muchos siglos atrás. El principal programa del nuevo régimen era culturizar la patria, visto que la república había recibido el apoyo de grandes intelectuales como Ortega, Unamuno, Valle-Inclán... Culturizar y alfabetizar a grandes masas de pueblerinos y campesinos, lo que dio lugar a una notable generación de docentes. Mis dos maestros, mi tío carnal Ramón Rodero y el eximio poeta manchego Juan Alcaide, eran de aquéllos.
Eran muy frecuentes las ediciones de obras maestras de la literatura universal. Como en la famosa colección «Novelas y cuentos», a dos columnas y en papel de periódico, que sólo costaba 30 céntimos. Por 30 céntimos se contaba con «Fausto» o con «Anna Karenina». Las calles se llenaban con carritos de libros baratos, como en París, en el empeño de europeizar España. Los novios se podían besar en los parques, irritando al fundamentalismo católico. Laicismo, materialismo histórico, libertad de expresión... Yo había recibido ya una gran educación republicana, aunque ahora, por gratitud a las distinciones concedidas por la monarquía constitucional, no haga el menor alarde de aquella preparación.
Yo fui un feliz niño republicano que, a los 9 años, residía en un antiguo palacete destartalado y pintoresco del siglo XV, entonces sede del Gobierno Civil de Toledo, del que mi padre era titular. Mi tío, Cirilo del Río, era entonces ministro de Instrucción Pública, un equivalente a Cultura. Mi vida en el viejo palacio estaba llena de emociones, como si viviera una novela. Hijo del gobernador, al que sólo veía en las comidas y las cenas, flanqueado a su derecha por una especie de mayordomo de la casa, siempre de pie y dispuesto a recibir órdenes, como en tiempos añejos. Era un vejete, en extremo cordial y eficiente, llamado Agapito, al que mi padre recomendaba sacarnos de paseo a mi hermanillo y a mí.
Con él íbamos al Cristo de la Vega, al cine, al Teatro Rojas, a nuestro palco del Gobierno. Y allí vi por primera vez «La del manojo de rosas», la zarzuela que reputo como la más republicana y fiel al ambiente de libertades civiles, brillantemente protagonizada por Luis Sagi Vela, hijo del barítono Sagi Barba y de la soprano dramática Luisa Vela, que habían estrenado en el Circo Price «Las golondrinas», con unánime aplauso. Mis padres asistieron a aquel evento y gloria del músico Usandizaga. La nueva sangre republicana la representaba Luis Sagi Vela, joven y apuesto muchacho, guapo y bien plantado, y no mal actor de zarzuela, que se hizo popularísimo y corrió toda España cantando «La de manojo de rosas», un gran acierto del maestro vasco Sorozábal, amigo de Baroja, autor del libreto de la ópera corta «Adiós a la bohemia», una joyita lírica perfecta. Difícil era crear una música barojiana, pero Sorozábal la hizo con inusitada brillantez. Realista, sardónica y lírica, con dejes románticos. Su música del «Manojo» no le iba en zaga. Humorística, fina y popular. El libreto le ayudaba. De Anselmo C. Carreño y Francisco Ramos de Castro, discípulo de Ramón Gómez de la Serna, dos jóvenes novatos, pero brillantes e inspirados militantes republicanos, que reflejan en su texto la euforia callejera que propiciaba la República y su apuesta por la cultura laica y europea. Entre las nuevas costumbres entronizadas estaba la de ir al Paseo de Rosales, donde tocaba la banda municipal, dirigida por el eficiente y ambicioso maestro Villa, que abordaba grandes piezas sinfónicas para que el pueblo jaranero e itinerante pudiera gozar de ellas. El propio libreto lo reflejaba, era la moda:
«Si tú si sales
a Rosales
y eres bueno de verdad,
te promete tu chiquilla,
que entre tanto toca Villa,
a un farol que esté apagao
te llevará».
Y sin temor a denuncias humillantes, digo yo.
Luego, Sorozábal se descolgó con la zarzuela «Katiuska»; más que republicana, soviética. Negro agujero intelectual de la bisoña república española. Y todo comenzó por irse al traste. Disolución de órdenes religiosas, quema de iglesias y conventos... El cielo madrileño se tiñó de revolución. –«¡No es esto, no es esto!»–, clamaba Ortega y Gasset.
La rebelión militar hizo que todo cayera bajo un apagaluces general. Mi alegre niñez republicana quedó lejos, en un empañado y melancólico recuerdo, que siempre vuelve cuando escucho «La del manojo de rosas».
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