Paloma Pedrero
Las guerras cotidianas
Permítanme que insista, pero va para medio año el tiempo que en el edificio vecino a mi casa han entrado las excavadoras, las dragas, los soldados con todo su arsenal de ruido masivo y han secuestrado mi serenidad. El ayuntamiento les permite contaminar unas 14 horas diarias y ellos las aprovechan. Han destruido todo lo que había dentro del edificio y ahora, según dicen, están forjando un gran almacén de nichos en los que los vivos puedan depositar aquellos objetos que no necesitan. Su filosofía sería algo así: Guárdelo todo. No regale. No ofrezca aquello que usted ya no necesita a los que sí lo necesitan, no. Alquílenos un espacio azul y atesore sus miserias materiales. Sea un buen avaricioso y alquílenos un trastero. Nosotros le guardaremos sus objetos muertos hasta la eternidad.
Últimamente han tomado también con sus máquinas de perturbación masiva la acera y la calzada. Los peatones cruzamos la zona aterrados y veloces, esperando que no caiga sobre nuestra cabeza una grúa o no nos atropelle un automóvil despistado. Por la noche las ratas pardas campan a sus anchas por la zona, zona tomada por el polvo y la humedad más rancia. Medio año llevo sin poder trabajar en paz, dormir en paz, comer en paz, soñar en paz. Pero ellos han pagado la licencia. Y al mercado le interesa que se abran nichos nuevos de compra o alquiler.
Escribí a la concejala del ramo, la pedí que, al menos, vieran de reducir las horas de tortura a los vecinos. No me ha llegado el recibí, ya saben que el poder está siempre ocupado. Y mientras, los ciudadanos indefensos seguimos soportando violencias que nos enferman la mente y el cuerpo, sobrellevando esas implacables guerras cotidianas. De muerte más lenta.
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