José Luis Alvite
Las termitas
La idea que yo tengo de los reyes me viene de lo que aprendí estudiando Historia en el bachillerato. Se trataba de unos señores caprichosos y enfermizos que comían con gula y les pellizcaban el culo a las doncellas de la reina. Padecían de gota, cazaban ayudados por una jauría de perros y lacayos, cometían el capricho de la injusticia para ser luego magnánimos y se reproducía con un sexo sin deseo, motivados por un cierto sentido del deber, después de haberse casado con una señora muy fea a la que incluso a oscuras le ladraban sus perros. Completé mi visión con la lectura temprana de la revista «Hola», que me mostró unas familias reales elegantes e higiénicas que daban bailes benéficos en palacio y esquiaban en Innsbruck arrastrando tras de sí por las laderas nevadas la suave cacerolada de un séquito pulcro y contenido en el que nunca faltaban el biógrafo, la amante y el cardiólogo. Después, los príncipes se casaron con mujeres de la calle y los tronos se ventilaron con los aires nuevos de una hornada de chicas sin hemofilia que ni en su mejor noche habían soñado encontrar por la mañana una corona en la loza del desayuno. Los puristas se llevaron las manos a la cabeza y auguraron el fin del abolengo, el ocaso de las rancias dinastías, la extinción de los viejos reinados oscuros y recargados de ebanistería. Creo que mi profesor de Historia también se habría decepcionado. Supongo que se pondría del lado de quienes creen que sólo merece reinar un monarca de los de antes, de cuando, al sentirse enfermo, el rey aceptaba sin rechistar que su médico de cabecera consultase con el carpintero antes de administrarle a Su Majestad el tratamiento contra las termitas. Pensando en la pureza de la monarquía, mi viejo profesor habría preferido que el Príncipe Don Felipe, en vez de con Letizia Ortiz, se hubiese casado con Jaime Peñafiel.
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