Joaquín Marco

Lectura y comunicación

No cabe duda de que nuestro sistema de enseñanza tiene goteras en todos sus niveles. Las tuvo también en otras épocas. Por ello uno de los principales problemas con que nos tropezamos es la compresión lectora, no sólo en niños sino también en adultos. Es el resultado de vicios sociales de hoy y de antaño. Cuando se dio a conocer el estudio de la OCDE denominado Piaac (Programa Internacional para la Evaluación de las Competencias de los Adultos) de los 23 países analizados, España ocupaba el último lugar en matemáticas. Ello nos escandalizó porque las Matemáticas simbolizan una base científica que goza de prestigio. Tienen en sí mismas un arcano de conocimiento abstracto, del que hemos carecido, pese a admirarlo. Sin embargo, se le concedió públicamente menos trascendencia al hecho de que este país ocupaba el penúltimo lugar en compresión lectora. No es fenómeno exclusivo nacional. En Europa uno de cada cinco europeos de quince años no comprendía bien lo que estaba leyendo. La falta de compresión no se limita tan sólo al aprendizaje. Si uno no entiende lo que lee, no puede explicar a los demás su contenido. La lectura sigue siendo, además, una base esencial de relación con el presente y el pasado. El director de un periódico de ámbito nacional aseguraba hace poco que la lectura de la Prensa se convertiría pronto en un artículo de lujo, un medio para pocos. Ello es aún más perceptible en el mundo del libro. Pese a las escandalosas tiradas de algunos títulos, el nivel medio de ejemplares por cada título editado viene descendiendo.

El cierre de librerías (algunas emblemáticas) constituye una demostración de que en España se lee poco. Pero lo peor es que se lee mal. Este problema no es achacable a la crisis económica, que podría hacer disminuir el volumen de ventas del material escrito, sino a una tradición de escasa población lectora. Resulta admirable observar en los transportes públicos Gente que lee algún libro o un periódico, porque la mayoría anda enfrascada en sus teléfonos multiusos. Los pisos modernos no están concebidos para montar una biblioteca. Y el libro, como objeto, se ha convertido en un artefacto de usar y tirar. El no leer se corresponde con un nivel muy bajo en la expresión escrita. Leer habitualmente permite que la escritura sea más fluida y más rica. Las nuevas tecnologías no contribuyen a enderezar los entuertos. Nos asalta un mundo de imágenes y una enorme facilidad para dejar de cultivar la memoria. Los nuevos instrumentos nos facilitan la pereza mental. Pero con ser grave, no es éste el principal problema. Éste procede de dos tradiciones que confluyen: el mundo escolar y los niveles de los que partíamos en anteriores generaciones. El analfabetismo fue crónico durante siglos y llegamos tarde y no muy bien pertrechados a la enseñanza obligatoria. Hoy convendría reciclar a los maestros de primera enseñanza para que lograran, por diversos medios, hacer de la lectura una aventura apasionante para los niños. Que sus primeros libros no fueran un engorroso ejercicio de clase, que fueran leídos en voz alta y comentados, cuando fuera posible. Para la comprensión lectora es indudable que cuentan mucho los orígenes. Hay muchos maestros que se rompen la cabeza para descubrir fórmulas con las que ilusionar el aprendizaje infantil. Pero el éxito dependerá siempre de los medios a su alcance, como por ejemplo el número de alumnos por clase que permite o no una atención personalizada. También de la falta de bibliotecas adecuadas, aunque los niños deberían ser conscientes de las facilidades que en su barrio o en su pueblo tienen para alcanzar un libro. Y estas carencias están en función de la política y de la crisis.

Pero no es suficiente que el niño sea introducido al mundo de la lectura a través de diversos medios: lecturas comentadas, resúmenes, participación oral. La práctica desaparición de la asignatura de Literatura en los cursos superiores constituye un grave error didáctico. Si se busca la excelencia, no es suficiente el conocimiento de materias que posean tradición científica, en apariencia práctica. Resulta fundamental ejercer en los estudios medios y hasta universitarios una acción para reclamar la buena lectura. Constituye un error descartar a menudo los clásicos por los autores más actuales. Sea como sea, se tiende a facilitar a los jóvenes un mundo sin libros, o sin la adecuada tradición, y de ahí la incomprensión de cuanto leen. La apertura a los textos, incluidos los periódicos, permite una función liberal que no podemos dejarnos arrebatar por internet, imprescindible cajón de datos, pero cuyo peso en la opinión y en la formación resulta mucho menor. Que algunos de nuestros jóvenes que llegan a las aulas universitarias no comprendan bien lo que están leyendo es una cuestión grave. La cultura del papel parece desacreditarse. Hay como una conjura contra quienes han elegido una vía tradicional para su formación. Nos lleva a una falta de comunicación interpersonal, a un discurso incoherente que la lectura frecuente desbarata. Los padres de hoy deben ser conscientes de que la lectura infantil y juvenil no hace sino abrir las mentes ante la compleja realidad con la que nos enfrentamos. Mediante la lectura podremos avanzar en la dialéctica, en la defensa de nuestras opiniones, en una conciencia alerta y crítica frente al mundo.