Política

Leña

La Razón
La RazónLa Razón

El camión de la leña ha llegado muy de mañana a casa. Andaba yo embebido siguiendo en la radio las peripecias de Puigdemont y la suerte carcelaria de los insurrectos catalanes con su efecto en las urnas, y he apagado la radio. No haría media hora de la salida del sol. El cielo cubierto impedía hacer un cálculo preciso. Más o menos a esa hora sonaba en el pueblo la cuerna del cabrero. Una leve gajina o calabobos empapaba el asfalto y a los dos emigrantes, de rostros oscuros, que acarreaban la leña en carretillas hacia el interior del garaje, convertido en espacio multiuso. Un olor familiar a majada, a estiércol y a heno, subía de los troncos mojados, recién apilados. Ese olor me empujó inevitablemente a la memoria de la infancia, a la corta de la leña. La corta era uno de los ritos del otoño tardío, cuando los robles habían perdido ya el cobre de las hojas y estaban desnudos. Todo el pueblo acudía a la dehesa. Era una fiesta primitiva. El bosque se llenaba del ruido -tac,tac,tac- de las hachas invisibles. Los niños asistíamos felices a este concierto anual de las hachas en el monte. Luego se hacían montones, se numeraban y, con las papeletas en la boina, se sorteaban. Cada rimero de troncos era una «suerte». Cada año se talaba un espacio determinado del monte, establecido por orden riguroso, dejando en pie las guías jóvenes de los robles. Así siempre estaba el bosque intacto. Era como un milagro. Aquellos campesinos habían descubierto la mejor manera, la más ecológica, de conservar el monte. A la fiesta de la corta llegaban, alegres, las mujeres con las cestas a la cabeza portando la comida. Tendían el mantel de cuadros sobre la hojarasca y todos nos sentábamos alrededor. Fugazmente me ha vuelto el pensamiento de los políticos insurrectos, huidos o en la trena. Se me figuran árboles caídos. Pienso, sin crueldad, que su eliminación política tendría un alto valor ecológico. Serviría para regenerar el deteriorado bosque de la política catalana. Tomo después unos troncos, aún húmedos, de los que me acaban de traer, a dieciocho céntimos el kilo, los acaricio, observo su antigüedad en las circunvalaciones del corte. Enciendo la chimenea, aspiro el olor de la lumbre y me quedo un rato pensando, con la radio apagada, mientras contemplo su consumación.