Sabino Méndez
Lento declinar de la casta
Los periódicos conocen mejor que nadie lo carísimo que es hacer un buen sondeo. A falta de los medios económicos necesarios para llevarlos a cabo, no nos queda más remedio que pasar siempre con aproximaciones de controvertida validez. El barómetro del CIS suele ser una de las más válidas. Cruzado con las cifras de la falsa consulta catalana del nueve de noviembre, revela claramente que algo se está moviendo en Cataluña. Cualquier estadístico honesto que no esté atado a un pesebre lo reconocería. Pero no hay nada como bajar a la calle y preguntar a la gente.
Dado que Barcelona sigue siendo en el fondo una ciudad pequeña (pequeña en el sentido de una Niza o capital mediterránea) basta darse un paseo a hora punta por el triángulo de Rambla Cataluña, Diagonal y Diputación para tropezarte con muchos de los protagonistas de su vida urbana y recabar su opinión. Parece cierto: empieza a detectarse un hartazgo en los ciudadanos de a pie ante la simple creencia de cualquier delirio patriótico. El nacionalismo fue en su momento una instancia modernizadora del país, pero ese momento se dio ya hace cincuenta años. Ahora el nacionalismo empieza a verse como un movimiento que ha terminado pudriéndose y apestando. En su autoengaño narcisista, el nacionalismo nunca previó que iba a ser visto finalmente como parte de la casta. El fenómeno de la casta, su invento como simbología conceptual, su autismo, su derrumbe, tiene mucho que ver con el simple relevo generacional que es un hecho biológico.
Muchos funcionarios que tuvieron que tragar con el nacionalismo para no comprometer su carrera van jubilándose y pueden hablar ahora en completa libertad. Lo que cuentan hace mella a los jóvenes que se han visto excluidos de ese mundo.
Así, se desvelan presidentes que defraudaban a Hacienda, directores de prensa pretendidamente seráficos que pedían en la trastienda artículos para atacar a sus adversarios, columnistas que acusaban a los otros de tertulianos cuando hacía cuatro días ellos estaban cobrando grandes cantidades de la telebasura. Todo ese fariseísmo e hipocresía se empieza a percibir como un tapón que impide avanzar a la región. TV3, que siempre se dirigía a la población exclusivamente en catalán (como si todos los catalanes fuéramos monolingües), arrastra un enorme déficit. Pierde audiencia a chorros en favor de Ocho Televisión que usa catalán y castellano mezclados.
La realidad por fin nos atrapa a los catalanes y es la calle la primera en mostrarlo a pesar del adoctrinamiento político en las escuelas. Esa realidad nos dice lo siguiente: hay una parte de los catalanes (un treinta por cien aproximadamente) que piensan que estaríamos mejor separados de España; hay otra parte que piensa que estamos mejor como parte de España. Sea cual sea el porcentaje, no nos queda más remedio que entendernos y compartir los recursos. Que sólo una parte disponga de ellos, solo garantiza tensiones, conflictos y una paralización de la sociedad como la que actualmente estamos viviendo.
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