José Jiménez Lozano
Listos para servir
A propósito de tanto experto en crisis, recuerdo de repente una página de Denis Jeanbar, entonces director del semanario francés «L'Express» en la que nos avisaba de que en Occidente estábamos gobernados por un grupo de poder aleccionador no sólo sobre lo que realmente ocurre y de lo que no ocurre -pero se puede inventar-, sino también de lo que tenemos que sentir y pensar, incluso sin que nos percatemos de ello. Y este grupo es a veces invisible, y está encuadrado en unas eximias minorías de listos, que aconsejan a los grandes de este mundo y están instalados en los centros de poder político, social y cultural, con tantos brazos como un pulpo. Y Denis Jeanbar los llama «hacedores de opinión» quizás porque esta denominación como la de comunicador por cuenta ajena han liquidado realmente no sólo la política y el periodismo, sino el meollo de la conciencia cultural; y escribe que están situados, además, por encima del bien y del mal, y nunca arriesgan nada de su prestigio, aunque sus consejos y acciones o previsiones hayan sido y sean constantemente desmentidos.
«El sistema produce sus gurús y sus rasputines. La comunicación ya no es el arte de transmitir, sino el arte de aparentar. Se convierte en ciencia y produce un ejército de expertos. El análisis lo aplasta todo, practicado por un ejército en el manejo de las cifras que devuelven a la política una verosimilitud teórica».
Es decir, que operan como un «abracadabra pata de cabra», o fórmulas mágicas, que no sabemos si son salvadoras o letales, porque componen un argot ininteligible y totalmente polisémico que parece decir todo de manera intelectualmente inapelable, y no quiere decir nada. Más o menos como cuando analizamos una partida de tute.
Pero, si queremos ennoblecer filosóficamente la cosa, podemos decir que tampoco es una novedad, porque sofistas ha habido desde hace veinticinco siglos, que se ocupaban de defender cualquier cosa de cualquier manera. Mientras que el señor Lenin decidía, veinticinco siglos después, que veintisiete votos pueden ser más que veintiocho, si los veintisiete van en el sentido de la historia.
Pero los «abracadabras» de ahora son más finos, y hacen que el hombre público, convertido en un muñequito manejado por sus gurús, y todos nosotros que nos sentimos llenos de una privilegiada sabiduría, cuando opinamos sobre todo lo existente en los cielos y en la tierra, nos sintamos contentos. Sólo se nos pide el olvido de la razón y el alma, pero ¿a quién importan ya estas cosas?
El profesor Gabriel Albiac ha visto, hace unos meses, sus últimas lecciones universitarias recogidas en un libro por Alberto Mira, «Sumisión voluntaria», cuyo tema es el repensar con un puñado de grandes pensadores de la vida social y política, el hecho de que nos pasamos la vida hablando de libertad, cuando lo que íntimamente deseamos es ser esclavos, y no ya a cuenta de un amo, que nos dé pan y coche, sino sin necesidad de ello ni tampoco de promesas más vaporosas y retóricas o de utopías que no pueden existir; la banalidad nos basta y sencillamente nos ofrecemos gratis a la servidumbre. Renunciar a las conquistas éticas y culturales de siglos y pasear por el mundo nuestra intimidad son hechos que, como decía Romano Guardini, allanan el camino a un tirano; son un verdadero griterío y coro dionisiaco que muestra nuestra complacencia en ser siervos, y ser tratados a patadas. ¿Por qué no, si es algo moderno y la voluntad del pueblo?
El profesor Albiac nos habla de cuán seriamente y con cuánta claridad se nos avisó ya de todo esto, y cumple con su deber enfrentándonos a ello, pero no queda sorprendido de que ese aviso haya sido inútil y nos siga resultando apasionante la búsqueda de esa servidumbre de un amo que nos dicte lo que tenemos que pensar en rebaño de granja moderna y automatizada, porque pensar por cuenta propia es un signo de un individualismo insolidario, verdaderamente intolerable a estas alturas tan sociales.
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