Restringido
Los límites del imperio
A veces resulta útil imaginar la época que nos ha tocado vivir –la de la globalización– como propia de un imperio. No en sentido peyorativo, sino para mejor comprender la dinámica internacional. Escojamos pues para este símil un imperio, el romano por ejemplo, del que todos tenemos nociones. Washington seria así la nueva Roma; el turbulento Congreso norteamericano, su Senado; su foro deliberante, las NNUU en Manhattan; su lengua el inglés, la moneda el dólar; y sus elites leerían el «The New York Times» y verían la CNN.
Londres, Ankara, Sídney o Tokio podrían ser la Constantinopla, Tesalónica, Antioquia o Jerusalén romanas. Quizás resulte al lector más útil no tratar de fijar límites geográficos exactos a este imperio actual; tan solo verificar la facilidad relativa con que se mueven los flujos de recursos –humanos, mercantiles, financieros, informativos– entre las diferentes naciones que lo componen. La seguridad –otro de los imprescindibles recursos para cualquier imperio – fluye de más a menos.
En el interior de un imperio –bajo las mismas reglas y una sola autoridad– los recursos se mueven de donde abundan a donde son necesarios. En la globalización unas naciones tienen «exceso relativo» de la imprescindible seguridad mientras otras son deficitarias. Permítanme expresar mi firme convicción de que España consume más seguridad exterior –suministrada básicamente por nuestros aliados– que la que produce. También en esto tenemos nuestra balanza exterior desequilibrada.
Los últimos gobiernos españoles han seguido a la nueva Roma hasta los confines del imperio –desde Afganistán a Irak– pese a que la mayoría de nuestros conciudadanos serían incapaces de localizarlos en un mapamundi y no tengamos experiencia histórica alguna con ellos. Está claro que hasta ahora hemos ayudado a las legiones solo para contribuir a la estabilidad del imperio pero la situación está cambiando rápidamente por algo nuevo que la administración del emperador Barack I esta maquinando para el Oriente Medio.
Si como especulaba en anterior Tribuna nos encontráramos ante un intento norteamericano de dejar de responsabilizarse en primera persona de la seguridad del Oriente Medio, dejando en su lugar un equilibrio no amistoso de potencias locales, creo que nuestro gobierno debería repasar fundamentalmente nuestra contribución a la estabilidad de la globalización. Deberíamos ir pensando en replegarnos sobre dos focos geográficos y uno funcional específico: Europa del Este ante las amenazas rusas –hibridas y nucleares– sería uno; el otro, el Norte de África, ante unos avances del islamismo radical; el ámbito funcional al que debíamos tratar de suministrar seguridad, a la vez que planear contraataques, seria la ciberesfera de la que tanto depende nuestra riqueza y confort.
Lo que está pasando en Ucrania –antes sucedió en Georgia y Moldavia, y puede repetirse con cualquier otra nación con fronteras con Rusia– amenaza frontalmente el concepto fundacional de la Unión Europea de la que depende nuestra prosperidad y el lugar que ocupamos en el mundo. No podemos pues desentendernos de lo que pase allí o pensar que solo es fruto del Presidente Putin. Mientras Rusia tenga ese nacionalismo rencoroso siempre habrá un Putin más o menos agresivo y cínico. España debe contribuir a la seguridad necesaria para encontrar una solución estratégica al encaje ruso en la globalización. El desafío ruso es de tal calibre que los EEUU están vitalmente involucrados en resolverlo. Por lo tanto parece la OTAN el vehículo adecuado para que la modesta contribución española a la estabilidad europea se materialice.
El norte de África que deberíamos tratar de estabilizar también es el compuesto por las naciones árabes y bereberes mediterráneas, el Sahel de los tuareg y los países africanos contiguos hacia el sur. Estos tres cinturones africanos –blanco, azul y negro– que van desde el Atlántico al Indico/Mar Rojo están afectados por una amenaza islámica radical que empezó con al Qaeda, sigue con el Daesh y pudiera materializarse en el futuro en cualquier grupo terrorista que utilice su interpretación del Islam como arma. A través del norte de África –donde tenemos dos queridas ciudades y un archipiélago– nos llegan recursos humanos y materiales muy importantes, por lo que la seguridad de la zona es vital. Idealmente también la OTAN debería ser la organización para ello pero la realidad nos está dictando que es Francia la que lidera este esfuerzo de estabilidad. Podríamos ser políticamente correctos y decir que debería ser la UE, pero esta organización base de nuestra prosperidad económica actual, no lo es de nuestra seguridad porque sus bases fundacionales –el rechazo al uso de la fuerza– se lo impiden.
Con los pocos recursos –humanos y materiales– que una clase política española básicamente preocupada por su supervivencia dedica a nuestra seguridad exterior somos claramente consumidores de la misma. Es decir que España, nación ancestral aun dentro del imperio, depende de otros para su seguridad y no muestra el grado de solidaridad propio de un socio responsable. La opinión pública nacional absorta en la contemplación del diario espectáculo político interno no parece interesada en esta problemática. Habría que concentrar nuestra modesta contribución en los teatros aludidos y dejar de regar tanto tiesto lejano: instructores en un Irak corrupto con tres etnias que se odian; mandando un hospital de campaña a Afganistán; o con boinas azules interpuestos entre Israel y Hezbolla, problema que nos supera claramente.
La nueva Roma está recordando los límites de la fuerza que aprendió en Vietnam; nosotros, sus aliados, deberemos también utilizar nuestra modesta contribución militar a la estabilidad de la globalización de una manera más razonable.
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