Restringido
Los Marx en Washington
En los burladeros de Washington ronronean que el despido del director del FBI, James Comey, le puede costar al presidente un impeachment: juicio político que conduce a los libros de historia, bien como cadáver bien como superviviente desmochado. Hubo pocos impeachments en la historia, pero como las brujas, campan por el disco duro del país y asustan a cualquiera. No crean que a Clinton lo empitonaron por un lío de faldas. O sí, pero el meollo judicial fue su hipotética obstrucción a la justicia. Que mintió, vaya. Ahora Trump ha ensartado en la picota a todo un jefazo del Federal Bureau of Investigation. Recuerden. Primero lo cesa y el tío se entera viendo la tele. Más tarde el presidente niega la explicación del fiscal general, trabajosamente cosida, donde hablaba de pérdida de confianza y etc., y reconoce que, bueno, en fin, que algo tuvo que ver en el despido su empeño por investigar la conexión rusa. Como la traca era poca, amenazó a Comey con airear grabaciones de sus charlas. O sea, reconoció, siquiera tácitamente, que ha grabado, sin autorización judicial, al director del FBI. ¿Lo último o penúltimo? La filtración del memorándum que redactó Comey a la salida de una reunión con Trump en la que, al parecer, el presidente le pidió que olvidara, que desconecte, la investigación en curso al ex general Flynn por los pagos que recibió de los rusos y el contenido y oportunidad de sus conversaciones con el embajador Kislayk. Conviene recordar que las notas de un agente del FBI sirven como prueba en un juicio. Como no hay bromazo sin coda, faltaba Putin, que acaba de ofrecerle al Congreso de EE UU una transcripción de las conversaciones entre Trump y el embajador ruso Serguei Lavrov, a fin de probar que el primero no entregó al segundo información confidencial relativa al ISIS. A esto, en cualquier curso de escritura de guiones, lo llamarían una subtrama, o trama secundaria, pero todas las urdimbres conducen al epicentro del gran terremoto. A Moscú. A las elecciones de 2016. A la actuación de los servicios secretos rusos para favorecer la candidatura de Trump y, finalmente, a la incapacidad del presidente para abstenerse del lío, siquiera unos minutos. Como el bombero suicida, que sofoca llamaradas con manguerazos de queroseno, Trump ha respondido a cada espasmo con un electroshock en Twitter. Su comportamiento, entre averiado y errático, lleva al precipicio. Normal que Michelle Goldberg, en el «New York Times», aconseje a los colaboradores de la Casa Blanca que abandonen el barco. Al primero que escape y cante le esperan aplausos y bonificaciones en forma de contratos por libros, documentales y series. Necesitabas ser un canalla para contemplar al general H. R. McMaster, sucesor de Flynn, delante de los periodistas e incapaz de ejercitar los funambulismos requeridos para defender lo imposible, y no apiadarte. Bien, pero olvida Goldberg que el premio gordo le corresponderá al chivato que más aguante. Huir en estos momentos de la administración Trump supone renunciar a un boleto en el camarote de los Marx cuando todavía queda metraje. Lo mejor está por llegar.
Julio Valdeón
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