Política

Martín Prieto

Los Tartufos

Los Tartufos
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Antes de las elecciones del 82, que le dieron todo el poder, charlaba de Jordi Pujol con Felipe González. El jefe socialista, entre pícaro y preocupado, comentaba la indefectibilidad de que el Ben Gurión catalán acabara en la cárcel. Ya estimaba su necesidad como pivote del Estado (que lo fue con socialistas y populares), pero creía intapables las trapacerías de Banca Catalana. Tardó dos años en enviar a Barcelona a los hombres de negro con peores instintos de Hacienda, que chocaron con el tartufismo, quedando todo en nada. Tal como otros, Pujol usó el balcón de la Generalitat como Perón el de la Casa Rosada y una marea humana convocada entendió que las dudas metafísicas sobre el padre (padrone) era una lanzada contra el catalanismo y otra villanía de los saqueadores «españoles». El mesías se creció recabando para Cataluña y para sí todo el acervo de moral, ética y hasta estética que se pudiera recabar. Conocí al «Molt Honorable» de manera inusual. Lo reconocí en la acera de un periódico en el extrarradio industrial madrileño, solo, portando una cartera raída, plantado sobre el embarrado, de noche invernal cerrada, esperando un taxi allí por donde nunca pasaba ninguno. Regañé a la seguridad de la garita, le subí a mi despacho y pedí un radiotaxi para él. Casi le reproché que Convergencia i Unió, que mantenía un piso franco en Madrid, no le asignara un coche de respeto para sus desplazamientos capitalinos. «A los catalanes no nos gusta el dispendio y ya sabrá que tenemos fama de ahorradores».

Tuve la tentación de pedir un automóvil del periódico para que le llevara por gentileza al puente aéreo. Contada la anécdota a sus allegados políticos no les sorprendía: «Como tiene mucha prole compró dos pisos pareados, pero en un edificio con aluminosis. Tras Cataluña, su único vicio es llegar a casa tras la jornada, meterse en la cocina y aparejarse un buen bocadillo de panceta o butifarra, y tirarse en un sofá buscando partidos de fútbol en la tele. No hay noticia ni de que le hayan distraído las mujeres, salvo Marta Ferrusola. Que de un niño rico –hijo de un banquero fundacional, rigurosamente educado en el rigorismo alemán, con vocación por la Medicina, cuya larga y fatigosa carrera completó– se dé durante un cuarto de siglo de vida pública a la acumulación de dinero ilícito en cantidades desorbitadas, sólo es explicable desde el tartufismo, la doble moral, el fariseísmo y una hipocresía rapaz. Otros de los suyos bromean con mi ingenuidad por confundir la austeridad pujolista con la avaricia patológica. El caso es que desde que en 1664 Moliere estrenara con gran escándalo «Tartufo», no se recuerda una depredación tan inmoral como la organizada por este prohombre, que tanto nos encantó y del que alabábamos su sentido común. «La pela es la pela» pesó sobre el «seny». Si temíamos que el siempre pujante socialismo andaluz nos deparara con sus ERE y sus cursos de formación el producto más corrupto de la democracia, aquello puede quedar oscurecido por el manejo político de una Cataluña cada día menos reconocible. Pasqual Maragall fustigó a Artur Mas y CiU con su alusión al 3%. Hay empresarios que lo elevan al 4%, y hasta algunas décimas más. Lo grave no es el dinero malhabido, detraído, extorsionado, blanqueado y evadido (¿2.000 millones de euros?), sino el engaño del santo público y pecador privado que desmoraliza y emputece a la sociedad más descreída.

Moliere escribió mucho sobre los efectos nocivos del dinero sobre los hombres que ocultan sus riquezas drenadas al prójimo. Pujol puso los ladrillos del enésimo independentismo catalán y ahora en un símbolo doble; al fin, las dos caras de la misma moneda. Lo primero que haría una Cataluña independiente es restablecer el secreto bancario. La tuberculosis ha sido erradicada hasta en el subdesarrollo, pero las enfermedades de transmisión sexual permanecerán mientras subsistan los seres humanos. Y la corrupción es más fuerte que el sexo.