María José Navarro

LPM..

La Razón
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Acuesten a sus niños, cierren las ventanas y coloquen gafas de sol tupidas a sus venerables madres porque hoy, amigos, vamos a escribir de insultos. Efectivamente, va a ser una columnita pa enmarcar. Hay una cosa que admiro de los argentinos. Bueno, hay muchas cosas que admiro de los argentinos, empezando porque tienen con su mismo pasaporte al hombre que me ha devuelto la felicidad en los últimos años y que se llama Diego Pablo. Que por cierto, insulta divinamente, porque, en general, los argentinos es que insultan con mucho desparpajo y soltura. Los españoles estamos como apocados, como sumergidos en una corrección política que nos hace procurar no lanzar un taco a nadie en ninguna circunstancia. Yo no es que sea defensora a ultranza de faltarle al respeto al primero que pasa por la calle pero no me negarán que hay momentos en los que pones como un trapo a alguien y te quedas como nuevo. Si lo haces por la espalda, mola, pero no hay nada como hacerlo a la cara del que te está «rompiendo las pelotas». Hay grandes actores argentinos que nos han dado clases de cómo hacerlo, de cómo putear, que es como llaman ellos al noble arte de ofender. Federico Luppi, por ejemplo, en la película Plata Dulce, cuando se da cuenta de que Arteche (ay, Arteche) le ha engañado. Héctor Alterio, un ladrón veterano y desencantado, lo borda en Caballos Salvajes cuando celebra estar vivo. Luppi, de nuevo, en Martín Hache en el instante en el que remata su descripción del país y de los fachos. O el inconmensurable Ricardo Darín, en Un Cuento Chino: está contando tornillos y no cuadra. Y por supuesto, en El Secreto de Tus Ojos pormenorizando sobre las clases de pelotudos. Deberíamos todos los días repasar esas escenas y salir a la calle como más delgados, más livianos, más limpios, más redondos de cuerpo. Putear, qué pequeño placer barato. Sí, vale, ya me voy a misa.