Angel del Río
Mamá, quiero ser sindicalista
El sindicalismo se ha convertido en una profesión; ¡qué digo!: en un negocio. Es la mejor forma de asegurarse la permanencia en el trabajo, cuando la precariedad es lo que impera. Mamá, quiero ser sindicalista. ¿Por qué? Porque si soy gerifalte del «sindi», cobro un pastón y dispongo de tarjeta con cargo a cursos de formación; si no paso de liberado, tendré salarios garantizados, aunque no dé un palo al agua, o mi empresa promueva un ERE; si soy lo uno o lo otro, o me arrimo al uno o al otro, tendré cenáculo de gorra, langostinos por kilos y otras prebendas sin especificar, pero también sin escatimar. Aún estoy a tiempo, mamá, para vivir hasta la jubilación sin haber currado nunca en la empresa que me paga religiosamente el sueldo.
¡Ay!, sindicalistas sin fronteras. Siguen estirando la cuerda, porque, mientras aguante, no resultará estéril forzarla. Los trabajadores del servicio de limpieza de Alcorcón convocan huelga, y a los representantes de CC OO, UGT y CSIF no se les ocurre cosa más original que inventarse la huelga remunerada; es decir, pedir a su empresa que no les descuente las jornadas de cepillos caídos, seguir cobrando por no trabajar, por aquello de nadar en la huelga y guardar el salario en la buchaca. Lo que en tiempos se llamó «caja de resistencia» –es decir un fondo con aportaciones de todos los trabajadores para pagar a los que no recibían el salario por estar en conflicto– se llama ahora «huelga remunerada»... Y hasta aparece el prejubilado, como figura emergente y principal en la organización de conflictos y convocatorias de huelga. El sindicalismo en España está que se sale, no encuentra límites.
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