Conciertos
Marriner
Una de las cosas que me llevaré a la tumba es la salida de aquel cine, año 1984, donde vi «Amadeus» junto a mi madre. Aunque los musicólogos e historiadores escupan bilis contra Milos Forman por infantilizar la figura del genio y demoler a Antonio Salieri, se me ocurren pocos elixires más potentes para el impresionable cerebro de un niño de ocho años que aquella heterodoxa, bellísima y atronadora catarata de óperas, sinfonías y conciertos que lustraban las calles de Viena. O las escenas finales, con la gestación del Réquiem. Al mando de las grabaciones, dirigiendo la Academia de St. Martin in the Fields que él mismo fundó en 1958, estaba Sir Neville Marriner. Segundo violín de la orquesta Sinfónica de Londres, el hijo del carpintero tocó bajo la batuta de titanes como Arturo Toscanini y Wilhelm Furtwängler. Una vez emancipado junto a su orquesta de cámara fue uno de los primeros en afrontar el repertorio barroco y clásico limpio de adiposidades, efervescencias románticas y maquillajes wagnerianos. Frente a los príncipes de la suntuosidad, como Herbert von Karajan y Karl Böhm, abanderó la posibilidad de acercarse a Bach o Mozart con formaciones ligeras, enfatizando la claridad y el tempo, si bien nunca llegó a pasarse al ejército de los puristas, que con el tiempo acabaron por considerarle un tibio. Marriner abrazó, con precauciones, las ventajas de la modernidad. Sus orquestas no tocan con reproducciones de instrumentos de época, menos versátiles. Aunque buscaba la fidelidad jamás cayó en ese culto al fósil que distingue a los más insoportables de entre los puretas. La mejor prueba la constituye su Réquiem de Mozart, junto a la orquesta y el coro de St. Martin in the Fields. Una deslumbrante, sombría y potente síntesis de las enseñanzas del movimiento historicista y el dramatismo de sus maestros. Llegó un momento, mediados los ochenta, que vendía tantos discos que pusieron precio a su cabeza. Le había sucedido a Karajan: más allá de que fuera un ególatra o que afrontara cualquier partitura como si fuera Sigfrido, al austriaco nunca le perdonado el éxito. Tampoco a Marriner, pero a diferencia del divo de tupé blanco él jamás fue de prima donna ni alardeó de panoja. Su obsesión cabía en el mapamundi de una partitura. En EE.UU. le veneraban incluso antes de que debutase en directo. Ayer, en su obituario del «Washington Post», contaban que fue tan omnipresente en las emisoras de radio clásica que los caricaturistas dibujaron un loro para presentar sus discos. «Y ahora», decía el locutor, «la orquesta y el coro de St. Martin in the Fields». «Dirigida por Neville Marriner», añadía la cacatúa. Autor de más de 600 discos, también dirigió la orquesta de cámara de Los Ángeles y la orquesta sinfónica de Minnesota. Su epopeya esta resumida en decenas de grabaciones memorables, remansos de fuego para beberse a grandes sorbos mientras piensas la suerte que tenemos quienes amamos por igual a Klemperer y a Gardiner, Celibidache y Harnoncourt. Ventajas de ser un frívolo.
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