Barcelona

Mas ama a España pero no la quiere

Voy a hacer una confesión: me gustaría que Cataluña consiguiera la independencia. Pero me gustaría –vamos a dejarlo claro– porque ese momento no me lo quiero perder. En el fondo, en este oficio –egoísta como pocos– todos queremos emular a Pla cuando escribió la crónica de la proclamación de la Segunda República en Madrid. Llegó en la madrugada del 15 de abril y dejando la estación de Atocha empezó a notar una alegría que en poco se diferenciaba de una verbena. Luego se fue al Ritz y se encontró con una normalidad ajena a lo que estaba sucediendo y supo que la alegría pasaría y que muchos de los que se echaron a la calle contagiados por la fiesta y la fanfarria regresarían a sus vidas, aunque, por un día, habían falseado su identidad. «Qué rápido pueden los pueblos cambiar de opinión», escribió. Anotó también con qué rapidez se cambiaron los símbolos monárquicos por los republicanos: a la calle Príncipe de Asturias se la llamó Príncipe y al Hotel Príncipe de Asturias, Asturias. Eso es un cambio de régimen. Pues me gustaría llegar a la estación de Francia de Barcelona, aunque en desuso, porque era donde llegaba la gente a ganarse las «garrofes», por sus costillas oxidadas y por el eco de los fantasmas y empezar a sentir el temblor de un pueblo que alcanza la libertad, los abrazos –con el riesgo de que me lo den a mí también–, las lágrimas, los himnos... Ahora preocupa la fractura social que pueda provocar tanta alegría en unos y tanta tristeza en otros. Para corregir este desequilibrio emocional, esta semana se ha introducido un factor afectivo a considerar por los psicoanalistas: Artur Mas confesó que «Cataluña quiere a España, pero no confía en el Estado español» y Oriol Junqueras, que ama a España y a la lengua española. Muy callado se lo tenían. Más que un argumento es la declaración de mala conciencia y la manera más cursi de evacuar sus culpas.