Restringido

Más grande que la vida

Godard, con el que acabaría tirándose los trastos a la cabeza, le llamó «poeta de día, empresario de noche». ¡Qué injusticia para el compañero de fatigas del Mayo del 68, ambos mano a mano pidiéndole a Carlos Saura que suspendiera la proyección de «Peppermint Frappé» en Cannes! Sabemos de la necesidad de Godard de tener contrincantes, pero lo cierto es que Truffaut no le iba a la zaga. La vida le curtió lo suficiente para entender que había que hablar alto y claro. A los 21 años colaboraba en «Cahiers du Cinéma»; a los 23 escribió su célebre artículo «Una cierta tendencia del cine francés», que ponía de vuelta y media a lo que denominó «cinéma de papa», el cine académico y momificado que necesitaba la sacudida de la Nouvelle Vague; a los 26 años rodó su primer largo, «Los 400 golpes», diario íntimo de su complicada adolescencia, que se cierra con uno de los finales más libres, hermosos y desafiantes de la historia del cine: Antoine Doinel (un Jean-Pierre Léaud de otro planeta) escapándose de una vida encarcelada, un dilatado «travelling» lateral siguiendo su carrera hacia el océano, una mirada a cámara que nos pregunta «¿y ahora qué?» y nos responde «aquí estoy yo». Truffaut se adelantó varias décadas al Richard Linklater de «Boyhood». Filmó cómo crecía Léaud en tres películas que completaban el ciclo iniciado por «Los 400 golpes». La gran diferencia es que se estaba filmando a sí mismo, a su álter ego en la pantalla: al lector compulsivo, al hombre que amaba a las mujeres, al hombre que siempre fue niño salvaje, al artista que creía que el cine era más grande que la vida. Sus detractores le acusaron con el tiempo de haberse domesticado, de reencarnar el nuevo «cinéma de papa» que tanto había criticado. Es posible que en «El último metro» diera un paso en falso, pero ¿de verdad películas como «La habitación verde» o «La mujer de al lado» podían confundirse con un cine doblegado a la gramática de la industria? No era tan innovador como Godard, tampoco tan hermético. En sus años mozos veía veinte películas a la semana y apuntaba con diligencia lo que pensaba de ellas en una libreta. Y, sin embargo, su cine no sólo era fruto de su fanatismo cinéfilo: no hace falta más que escuchar la confesión que Léaud-Doinel le hace a una psicóloga en fuera de campo en «Los 400 golpes» para darse cuenta de que lo único que guiaba a Truffaut era una desarmante sinceridad.