Cristina López Schlichting
Matanza juvenil
Dicen que algunos eran chavales, apenas chicos de 20 o 22 años, hablando en perfecto francés. Gente criada en Europa, crecida en nuestras escuelas, en nuestros barrios. Dicen que disparaban con precisión y cambiaban los cargadores con gélida serenidad, probablemente entrenados en Oriente Medio. Entraron en la sala Bataclan y en los restaurantes gritando «Alá es grande» y eligieron el viernes, día santo islámico, para atacar. Todos ellos, sin duda, se divirtieron en un pasado cercano en los estadios, las discotecas que ahora han regado de sangre. ¿En qué momento la gozosa juventud de ocio despreocupada se trocó en odio y ganas de matar? ¿Qué monstruosa mutación los llevó a morder la mano que los daba de comer, la sociedad que acogió a sus padres, el sistema que les reconoció la dignidad que les niegan sus países de origen? Masas enteras de jóvenes vagan por el corazón vacío de Europa y sus preguntas sobre el sentido de la vida permanecen sin respuesta. Ganar dinero, obtener éxito o gozar sexualmente no son objetivos que colmen al hombre, pero el mundo contemporáneo apenas ofrece nada más. Y en el espacio huero anidan con facilidad los cantos de sirena de monstruos que prometen justicia en la tierra y felicidad eterna en el cielo. Europa, sin embargo, tiene raíces que sí responden a la más profundas exigencias humanas. Los griegos sembraron aquí un concepto de la persona, depósito de la máxima dignidad, que no existía previamente. La lex romana consagró los derechos. El cristianismo dio fundamento a la igualdad entre los hombres y la caridad entre ellos. Y la mejor ilustración consagró la democracia moderna. Depende de nosotros trasladar esta herencia secular a nuestros hijos o dejarlos huérfanos de identidad. Si no conocen la belleza que dio lugar al «David» de Miguel Ángel, la verdad que anida en Santo Tomás o Montesquieu, el bien que nos dejó San Francisco, ¿qué puede extrañarnos que acepten mentiras tan absurdas como la desigualdad entre hombres y mujeres, el derecho a matar a otros o la obligatoriedad de una fe? No es el color de la piel, ni la lengua, ni la confesión, lo que hace distintos a los jóvenes que bailaban en la sala de conciertos y los que entraron con cinturones explosivos; es la desestructuración y el desnortamiento mayor de los asesinos. Su entrega, de huérfanos de alma, a una madre sangrienta y mentirosa como la yihad islámica. Los días nos revelarán, como siempre, vidas de emigrantes sin raíces ni horizonte, crisis adolescentes y una buena ración de adoctrinamiento asesino. Ahora lloramos, pero ¿qué hemos hecho para revelar a nuestros jóvenes el sentido de la vida, la belleza de la existencia, la verdad que entrañan el respeto a todas las personas, la libertad, la igualdad, el amor? Habrá que prepararse para combatir, de acuerdo. Habrá que apretar los dientes para sufrir, muy bien. Pero, sobre todo, hay que ponerse en camino para enseñar lo que es Europa.
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