Política

José María Marco

Mecanismo de estabilidad

Mecanismo de estabilidad
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En estos días, en Estados Unidos se están celebrando las primarias en las que se elegirá a los candidatos que se presentarán a las elecciones a la Cámara de Representantes (el equivalente a nuestra Cámara Baja), el próximo 4 de noviembre. Cualquiera que tenga algo que proponer, algo que decir y ganas, muchas ganas, puede presentarse. En contra de lo que se piensa, el dinero suele llegar si se cumplen esas condiciones. Y si se obtiene el respaldo de uno de los dos grandes partidos.

El sistema parece diseñado para fomentar los extremismos y las posiciones más extravagantes. El efecto suele ser el contrario, sin embargo, porque las primarias constituyen una larga carrera pensada para que los candidatos vayan sumando apoyos. Eso quiere decir que quien salga elegido habrá tenido que formar coaliciones lo más amplias posibles. En este proceso, el radicalismo se habrá diluido porque el candidato o la candidata habrán tenido que negociar su propuesta primera en múltiples frentes. Así habrá empezado el viaje al centro.

Lo completa el casi imprescindible apoyo de uno de los dos grandes partidos, el Republicano o el Demócrata. En la larga historia de la democracia norteamericana, nunca los terceros partidos han tenido éxito. Se atribuye el hecho a múltiples razones, entre ellas el sistema de votación mayoritario, el descarte al que proceden los electores ante el voto inútil –de protesta o testimonial, la existencia de un colegio electoral (algo muy poco democrático) y una tradición que reparte el espectro político en dos grandes opciones cuya mayor virtud es, por encima incluso de lo que hagan, la alternancia en sí misma. Nadie espera la salvación, ni el paraíso, de la política. El hecho es que el candidato a representar a sus compatriotas tendrá también que tener en cuenta una organización partidista que, aunque menos burocratizada y rígida que las europeas, acabará llevándole a negociar su aportación dentro del conjunto de las propuestas que cada partido realiza a nivel estatal y nacional.

Al final, el sistema premia a los candidatos que hayan sido capaces de articular las coaliciones más amplias, es decir las más moderadas. Descartados los terceros partidos, quedan también descartadas las opciones extremas. Por ejemplo, desde finales de los años 1970, el Partido Demócrata se embarcó en un viaje de tono radical que le llevó a perder una elección tras otra. Sólo sacaba la cabeza con figuras moderadas y dialogantes, como Bill Clinton. Otro tanto ha ocurrido con los republicanos, que en las actuales primarias están teniendo que decidir si continúan fiando su suerte a lo que queda del Tea Party, obnubilado en sus ensoñaciones radicales y, por tanto, excluyentes por naturaleza.

El bipartidismo perfecto propio del sistema norteamericano traduce por tanto una apuesta por la estabilidad política basada en la negociación permanente y el obligado trayecto hacia el centro. Ninguno de los dos grandes partidos representa a todos los norteamericanos, pero los dos deben ser capaces, si quieren gobernar, de negociar coaliciones sociales y políticas de nivel nacional. Este modelo bipartidista se encuentra, con las lógicas adecuaciones nacionales, en otros países como Australia (Partidos Liberal y Laborista: hoy gobierna Tony Abbott, de los liberales, es decir los conservadores) y, en parte, Canadá. Procede de la tradición británica, que desde muy temprano distribuyó el espacio político en «tories» (conservadores) y «whigs» (liberales), estos últimos reconvertidos al laborismo cuando la crisis del liberalismo a principios del siglo XX.

Es fácil comprobar que estos países están entre los más estables de los últimos cien años. No han conocido ni revoluciones, ni guerras civiles, ni totalitarismos ni dictaduras. Además de la pérdida de vidas, los sufrimientos y las destrucciones (todo, perfectamente inútil) que esa estabilidad ha permitido evitar, también están entre los países más prósperos. Una situación estable permite la creación de riqueza y la ausencia de rupturas la consolida con el tiempo gracias a la confianza, a la continuidad, al ahorro. También han sido sociedades conservadoras en asuntos morales y culturales, aunque con diferencias de ritmo. La más conservadora es Estados Unidos, que es en cambio la más dinámica en otros aspectos. También han sido pioneras, con matices importantes, en la integración de minorías y en el respeto a las libertades individuales y a los derechos.

Resulta interesante comprobar, por tanto, que los inventores de la democracia se decantaron desde el primer momento por el bipartidismo. No han salido de ahí. Existe un ejemplo opuesto, en el que la democracia directa, la estabilidad política y la prosperidad van de la mano, no del bipartidismo, sino de un multipartidismo extremadamente abierto. Es el caso de Suiza. Claro que si el caso de las democracias bipartidistas de tradición anglosajona es difícil de imitar, el modelo suizo resulta aún más singular. Nuestros federalistas, en este punto, harían bien en no dejarse llevar por las ensoñaciones.