Restringido
Mejor sin lágrimas
Obama ha convivido dos mandatos con la llaga del tirador loco que organiza una montería en las aulas. Recuerden Sandy Hook, 20 escolares asesinados en 2012. O la más reciente de San Bernardino, 14 muertos. Según el «Washington Post» no hubo semana durante su jefatura sin un tiroteo con más de cuatro víctimas mortales. Así las cosas, el presidente anunció el martes una acción ejecutiva para exigir licencia a los vendedores de armas y la obligatoriedad de que el futuro comprador supere un escrutinio de antecedentes penales. También necesitará una licencia y acreditar que no tiene la cabeza llena de pájaros. A juicio de la Asociación Nacional del Rifle, una infamia. Aunque el 87% de los votantes republicanos y el 95% de los demócratas apoya estas medidas, la Segunda Enmienda de la Constitución de EE UU garantiza el derecho del pueblo a tener armas. Material radiactivo: el país nació de la rebelión contra las asechanzas absolutistas. Armar al ciudadano posibilitaba el tiranicidio. Una comunidad de granjeros, exploradores, aventureros, marinos, poetas y mercaderes frente a las tentaciones autocráticas de un teórico déspota en Washington. Asunto distinto es que la enmienda constitucional se haya vaciado de sentido por la evidente desproporción frente al rodillo de un ejército con cientos de miles de centuriones. Los 270 millones de armas vecinales, fundamentalmente pistolas, rifles y escopetas, competirían contra misiles teledirigidos, aviones supersónicos, submarinos nucleares y satélites espaciales. Bien está controlar la loca predisposición del gobernante a proclamarse césar, pero eso no justifica la proliferación de una cacharrería letal que nunca cumpliría con el precepto que la había motivado. Aparte, la lluvia de muertos, inextinguible, no puede seguir tratándose como una suerte de fenómeno paranormal. Un lamentable accidente, repetido 60 veces al año y ajeno al hecho de que en EE UU resida casi la mitad de los civiles armados del planeta. El censo sale, casi, a revólver por barba. Comentado el fondo, toca la forma. Decidir si la urgencia histórica justifica el aquelarre sentimental del presidente al borde del hipo. Las lágrimas de Obama, qué quieren, provocaban cierto repelús. Al líder democrático uno le exige que resuelva la intendencia del país, no que oposite al Oscar. El verbo de hojalata, el discurso tibio de pucheros, entre emotivo y lastimoso, cambia el discurso por un pasodoble. Contemplar al presidente haciendo muecas, por mucho que se acumulen las masacres y que el servicio del protocolo de la Casa Blanca pase sus días matasellando cartas de condolencia, exhala el perfume cutre de las malas películas. Aquellas en las que el director, incapaz de motivar a sus actores, arrollado por la falta de ideas, un presupuesto escaso, un decorado de plástico y un guión roñoso subraya los momentos cruciales de la trama con alardes de banda sonora y primerísimos planos. Dudo que Obama fingiera. Pero mejor si cede el copyright del efluvio sensiblero a los profesionales de la empatía por imperativo demoscópico. Tipo Trump. O aquel otro que asomado a la Puerta del Sol repetía cual versión emasculada del René de Calle 13 aquello de qué bonito, qué bonito es ver a la gente haciendo historia y blablablá.
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