Ángela Vallvey

Melilla

Regreso de una corta visita a Melilla. En ella vive, furtivo, un abismo de fronteras lleno de espinas, una valla que el viento atraviesa, que reina en el telediario. Como si Melilla fuera sólo eso: el muro o la muralla, la división de tierras frente a un mar de ensueño, la lucha por la vida como feroz deporte acuático...

En realidad, Melilla no es el tópico dramático retransmitido por las ondas hertzianas a la hora del almuerzo que nos recuerda que España limita al sur con África, y no con el océano. Melilla es, sobre todo, un espacio mágico donde se oyen convivir las razas, las religiones y las lenguas. Melilla ha conseguido llevar el Modernismo y el «Art Déco» a África, un excéntrico capricho que dice mucho de su carácter refinado. Los melillenses, sin distinción de razas, aman a su ciudad con un disciplinado celo que resulta conmovedor, emocionante. Y a la vez que cuidan su apego por la ciudad, vigilándolo para que crezca sano, intentan avizorar a España desde el rocoso Frente de Trápana. Andalucía casi al alcance de la mano, tan próxima y tan distante al otro lado de un mar bravo que nunca termina. Melilla mira hacia España con respeto, con miramiento, con devoción.

Mientras otros desprecian a España, Melilla anhela ser española, saberse española, que el resto de España la perciba, la descubra, la considere como merece.

Los romanos la llamaban Rusadir. Una ciudad blanca, no en el sentido racial, sino porque es lugar de blancura, porque en su aire aletea un albor marinero y salobre que se queda pegado a la mirada del viajero como un filtro de amor. En ella palpita el hermoso y desconocido corazón africano de la vieja Península Ibérica.

Siempre me parecen breves y escasos los viajes, las ocasiones de ir a verla.