Ángela Vallvey

Miserias

La escaldada ciudadanía se ha quedado con el saldo de esperanzas temblando cuando ha visto cómo un ex presidente del sindicato de la patronal ingresaba en el talego. Lo de Díaz Ferrán entrando en la prisión de Soto del Real ha sido un trauma nacional. No para sus ex empleados, claro, a los que dejó en la rúa mientras presuntamente hacía paquetitos con los billetes de banco en casa, como en una película de Tarantino. Personalmente, lo que más me ha conmocionado es enterarme de que la declaración de Hacienda le salía a devolver 2.000 euros, y tal. A mí, la única vez que me salió a devolver –400 euros– me hicieron una inspección y estuve litigando dos años. El papeleo me costó 2.500 euros. Cuando finalmente me devolvieron los 400, estaba al borde de una crisis nerviosa y/o existencial.

Jacques Amyot (siglo XVI) aconsejaba con razón: «Si eres pobre, no añadas a tus miserias la ansiedad de los préstamos y de las deudas». Pero nosotros hemos nacido en una época en la que nos vendieron la burra coja de que, si éramos pobres, bastaba con endeudarnos para sacar la tripa de mal año. Y va a ser que no. Hemos aprendido que para endeudarse hay que ser rico, como Díaz Ferrán; que pedir prestado y pedir limosna son dos cosas que hay que evitar a toda costa, como las enfermedades venéreas y las goteras.

El problema de estos tiempos es la miseria. Aunque debemos distinguir dos categorías: el «mísero», que significa desdichado, es el infeliz que merece nuestra compasión, como el pobre que ha pedido una hipoteca y no sabe cómo pagarla. Y luego está el «miserable», cuya baja calidad moral repele a la gente de bien: es el caso del rico que estafa mientras reclama devolución a Hacienda.