José Jiménez Lozano
Ninguna necesidad de saberes
No me parece que estemos todavía en un tiempo tecnológico, no soy tan pesimista como Hermann Hesse, cuando expresó su temor de que, en pocos años, sólo le quedaría al hombre, como conciencia de sí mismo, la escafandra de sus vuelos planetarios, y entonces ya no se trataría de hombres.
Por lo pronto, «tecnología» no es igual que «técnica», porque ésta no es sino la «tecné» de los griegos o saber práctico de hacerse con útiles; mientras que la tecnología es una visión del mundo y del hombre, según la cual el hombre renunciaría en favor de una máquina construida por él, a su propio pensamiento y decisión en los problemas nada técnicos de la existencia y la realidad histórica, que no pueden ser expresados cuantitativamente.
Se supone, por otra parte, que los libros mismos sólo fueron un soporte fundamental para la transmisión cultural y que ya han muerto, como tales, porque como escribían hace años Richard J. Barnet y John Cavanagh, «de adquisiciones permanentes que se convertían en parte de la vida de uno, a diferencia de las publicaciones periódicas, que se tiraban después de la lectura rápida, ahora esta diferencia es cada vez más imprecisa», y el libro «está hoy a merced del capricho de los clientes, de las modas cambiantes, y de la competencia, de una serie de empresas del ocio muy habilidosas en seducir a los lectores». Y análisis algo ligeros han subrayado que la lectura tampoco ha supuesto gran cosa en poblaciones analfabetas, pero olvidando que, por ejemplo, un vivir como el del campesino llevaba ya en su entraña una cultura primordialmente oral de unos cinco mil años, que cuajó a veces en dichos populares y hundía su raíz en lecturas hechas en voz alta y escuchadas, o recontadas durante generaciones, y en el «humus» cultural creado por ellas.
Los refranes no sólo mostraban banalidades y empirismos del vivir de una sociedad agraria, sino dichos repetidos durante siglos que, a veces, eran de Eurípides o de Séneca, y, desde luego, de la Biblia, y otros recuelos de sentencias de otras grandes obras y personajes. Y todo ocurría con Shakespeare, del que se discutía la influencia bíblica como con las gentes corrientes, porque lo cierto es que el mundo bíblico le llegó, como a todos, desde los actos de culto, la lectura y conversación casera, y el «humus» cultural entero del país que también guardaba los retazos del tiempo de la vieja cultura clásica. Como entre nosotros queda incluso expresada con la fórmula: «Como decía aquél». Y lo que hay que decir, entonces, de una cultura oral es que hunde sus raíces en la gran cultura porque ésta ha podido pervivir en la cabeza y en el corazón de las gentes.
Y ni siquiera en los tiempos de barbarie ha faltado quien se ocupara de amparar a los libros, aunque nadie los leyese; y Robert d´Anjou ordenó guardarlos para que si un día ya no se supiese lo que era la libertad, y nadie se atreviese a decir una verdad a los grandes de este mundo, ellos hablaran y sostuviesen lo que quedase de civilidad. Pero éste ya no es el caso, estas historias sólo producen risa. Estamos en la cultura «pop», en la que nada significa nada, y ya no hay problema de transmisión cultural, sino de olvido, enterramiento y sustitución, ya bastante logrados, de «la vieja cultura» por un «como si» que abunda como el perejil.
Hay incluso idealistas campañas para suscitar la lectura, o el leer por el leer cualquier cosa si esto fuera algo mágico, y versiones turísticas y «light» del arte, el teatro, y la filosofía, la geometría o la historia como aperitivos para inapetentes. Pero todo esto no apunta al «quid» de la cuestión, que no está en hacer pildoritas agradables que inoculen el conocimiento y la sensibilidad, sino en discernir que estamos ante el síntoma clarísimo de la ninguna necesidad que tienen nuestras sociedades avanzadas de ninguna cultura seria, trabajosa y no rentable.
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