José Luis Alvite
Pamela con vestidos
Ocurrió muchas veces en mi infancia y no estoy seguro de haberlo superado. Mi madre ingresaba con frecuencia en un sanatorio para ser operada. Desde Cambados venía tía Pepita para que hubiese una mujer en casa. Aunque fuese media mañana, nada más llegar ella, irrumpía la noche y aquel silencio casi abacial que sólo se interrumpía para que se dirigiese a mí con un aviso que nos concernía a todos: «Tenemos que estar preparados para lo peor». No decía otra cosa, ni expresaba nada con aquel rostro tan austero en el que se plisaban sin idioma las facciones reglamentarias de un conserje. Después se levantaba la mesa y yo me iba a la habitación de mi madre, abría el ropero y miraba con tristeza la caja de su pamela y sus vestidos vacíos. Solo un rato, casi abrir y cerrar el ropero, el tiempo justo para darme cuenta de que estaba a punto de convertirme en el huérfano de un puñado de ropa, en el expósito perplejo de una mujer hermosa, dulce y vulnerable con la que temía encariñarme por miedo a echarla de menos si se cumplía el vaticinio mortuorio de tía Pepita, que esperaba de mí la entereza de un soldado enlutado por la muerte de su comandante, el ácimo dolor institucional de un niño que no perteneciese a una familia, sino a un escalafón. «No entiendo cómo con su mala salud, tu mujer no le tiene ropa negra a estos niños», le escuchaba decirle a mi padre en la cocina. Y volvía el silencio, aquel silencio descalzo en el que mi respiración sonaba como si cavase una sandía en mi pecho la azada del enterrador. A los pocos días mi madre regresaba a casa débil y demacrada, con el vientre recogido en el cuenco de una mano sin tacto. Entonces tía Pepita se volvía a Cambados y yo me veía vestido de negro en el reflejo medicinal de los ojos grises de mi madre...
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