José Luis Alvite
Pan con lápiz
Una madrugada en el Savoy el columnista Chester Newman me contó que la ilusión de su vida habría sido dar con una mujer que se quedase a su lado el tiempo justo para que pudiese escribir una novela corta en el vuelo de su vestido, pero nadie se detuvo tanto a su lado. «Ni quisiera recuerdo que una sola de mis mujeres se haya quedado conmigo tantos días que se nos repitiesen mis frases o su ropa». Al columnista del «Clarion» nunca le gustó mezclar el ritmo demoledor del periodismo con la calma terapéutica de la vida, ni encuentra agradable que alguien pida la factura del restaurante mientras aún tiene la cena en la boca, «como me ocurrió con aquella chica de Kansas, que al cabo de nueve días de compartir mi apartamento en Baltimore me dijo que por mucho que yo tratase de inculcarle mi paciencia, ella se sentía incapaz de dejar el futuro para más tarde». Comprendo a Newman. Ha vivido mucho y sabe por experiencia que la gente que cuenta el tiempo por las flores no encaja bien con aquella otra que lo mide por el reloj. También yo concibo la vida con esa aparente resignación de quien sabe que el lugar en el que se encuentre en cada instante es exactamente el sitio al que tendría que haber ido. Se trata de establecer la meta justo donde te pueda el cansancio, ni un poco antes, ni un metro más allá, como le ocurre al caballo cuando se da cuenta de que insistir en el trote sólo le va a servir para que el viento le devuelva el aliento a la boca. Es algo que, sin saberlo, aprendí de niño, cuando me di cuenta de que la vida era aquello tan breve y tan hermoso que ocurría mientras yo escribía a lápiz el nombre de una niña en el pan de la merienda. (A mi colega Pepa Fernández, con cariño y gratitud).
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