Martín Prieto

Paradojas del aborto y la muerte

Felipe González tenía al comandante Ortega por huevón, mientras yo pensaba que era un populista silencioso, que ya es paradojal. En un barcito de Managua comíamos tres amigos cuando sin ser esperado ni invitado, en camisa y vaqueros, solo y sin escolta se sentó con nosotros Daniel Ortega de quien en un par de horas no escuché sonido alguno teniendo que hacer yo todo el gasto, hasta el de la comanda. Quizá siguiera el rastro de un periodista europeo. Como Regis Debray el Presidente Ortega podría haber escrito «Revolución en la revolución» porque de la bandera sandinista no ha quedado ni el palo. Desde su fundación como Estado el aborto es tabú en Nicaragua, aunque se salvaguardaba la vida de la gestante. Desde 1.966, ni eso, y el sandinismo penalizó democráticamente cualquier intrusión no natural en la interrupción del embarazo en un país donde se violan niñas de once años. Tras la piñata, el reparto de bienes del somocismo, los viajes a Nueva York para comprar lentillas, Ortega entendió que duraría más como demócrata que como revolucionario, y así ha sido aunque figure pasivamente en el eje del mal del chavismo. Tras años de vivir juntos en pecado Ortega pidió al cardenal Obando que le casara canónicamente con la psicodélica Rosario Murillo, «la bruja» y bautizara a sus siete hijos, demostrando una cintura política que no tuvo Reagan financiando la Contra del comandante cero. En la pedregosa y ríspida negociación que le espera a Ruiz-Gallardón sobre el aborto no le recomiendo que cite siquiera a aquella guerra de los niños del Frente Sandinista que subyugó a la progresía europea, pero el huevón le dio una bofetada insoportable al feminismo radical. Y es que, paradójicamente, sólo pueden traicionarte los tuyos. Los jóvenes españoles aparecen como más conservadores en las encuestas sociológicas que en los sondeos electorales, pero siguen administrando mal la muerte, ese trance en el que no pensamos. Proclives al aborto y la eutanasia, admiten en más de un 56% la pena capital, lo cual es congruente con ese instinto de acortar la vida, aún no explicado. Me temo que nuestros jóvenes desconocen la especie del cigoto que cría una gestante, tal como parecen ignorar que la asunción de la pena de muerte nos sacaría de la Unión Europea. Mi amigo el ministro de Justicia tiene en este dato un argumentario para su propuesta de cadena perpetua revisable a la que se oponen quienes creen que son redimibles hasta los criminales aberrantes y que permanecen anclados en las buenas intenciones de Concepción Arenal y Victoria Kent. También paradójicamente la perpetua revisable es un valladar contra esa extraña reclamación juvenil de desempolvar el garrote vil, porque si es necesario proteger a la sociedad, y así se hace, no es preciso matar al feto, matar al enfermo, matar al delincuente atroz. Va a resultar que, como predicaba Zapatero, todo es relativo. Menos la vida.