José Luis Requero
Perder el tren
España no suele estar a la cabeza de los grandes debates sociales, pero cuando suscita uno los cálculos políticos lo ahogan. Hablo de la reforma del aborto. En vez de dar la batalla y liderar un debate sobre el derecho a la vida y la verdadera dignidad de la mujer, el PP parece avergonzarse y el protagonismo lo asumen sus presidentes autonómicos. Al protagonizar un debate que les pilla algo lejos, queda la idea de un partido sin base ni liderazgo social, un partido de cuadros en el que, ante la defensa de la vida, hay silencio y ambigüedad y sólo se oyen voces que representan intereses de poder regional, aliados con ese cártel de partidos proabortistas y el negocio del aborto. Transmiten la impresión de que la reforma no es del PP, sino la ocurrencia de un ministro; un texto vergonzante, incómodo, que puede frustrar ambiciones.
Entre esos líderes alguno reclama el consenso de 1985, con palmario –o cínico– olvido de que su partido se opuso a esa ley y la llevó al Tribunal Constitucional. O dicen que en estos asuntos no debe haber ideología como sin tras la ley de 1985 no la hubiere y no digamos tras la de 2010. Alguno osa afirmar que no se puede obligar a una mujer a ser madre, cuando de lo que se trata es de proteger la vida del no nacido –que es obligación del Estado– y de respetar la verdadera dignidad de la mujer. O que hay que conectar con la sociedad, lo que está bien, pero ¿por qué no preguntan a esa sociedad qué piensa de que sea un derecho matar?, ¿por qué no preguntan a las mujeres que han abortado sobre su experiencia y salud psíquica postaborto?
Estos líderes regionales parecen olvidar que el partido en el que milita el PP, aparte de que, como he dicho, se opuso a la ley de 1985 y que la impugnó, lleva en sus estatutos el «compromiso renovado con el derecho a la vida» (artículo 3) o que en el Congreso de Valencia de 2008 –punto 158– se comprometió a apoyar y atender a las embarazadas con problemas; o que en febrero de 2009 la entonces portavoz y hoy vicepresidenta del Gobierno, firmó el voto particular de su partido contra las conclusiones proaborto de la subcomisión que preparó lo que luego sería la ley de 2010 o que el PP votó contra esa ley, se comprometió a derogarla y la recurrió al Tribunal Constitucional.
Hace poco decía en estas páginas que la reforma no será la ideal, pero es la posible y que su gran valor radica en mostrar que la legislación abortista es reversible. También afirmaba que esa reforma será eficaz si erradica los fraudes del sistema de 1985, que en estos años le ha costado la vida a más de un millón de seres humanos, muchos millones de euros al sistema público de salud y correlativa ganancia a las clínicas abortistas. Frente a esto, en vez de proponer perfeccionar de verdad el texto, inquieta que apelen al consenso y esperen «mejoras».
El consenso es imposible porque si los partidos proabortistas no consienten que se toque la vigente ley, menos aun su derogación. Esperan «mejoras» y fuera de eliminar la indicación de grave peligro para la salud psíquica de la madre –fuente de tanto fraude–, pocas puede haber, salvo que por «mejora» entiendan adulterar el texto, algo que permita mantener las apariencias ante su electorado y volver al fraude. Inquieta así, por ejemplo, que el Portavoz adjunto del PP en el Congreso dijese que no pasa nada si se suprime la indicación eugenésica, porque podría hacerse valer mediante la de peligro para la salud psíquica. Un alarde de frivolidad y apuesta por el fraude.
El PP debe liderar y apoyar su propia reforma, sin miedos ni rebajas, una reforma que ha despertado expectación en Europa. Se juega su credibilidad, su coherencia, su capacidad para emprender cambios sociales de calado y para identificarse no sólo con su electorado –del que parece avergonzarse– y el sentir de muchos, sino con una tendencia internacional a favor de la vida que está en alza. Es un tren que no puede perder.
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