Luis Suárez

Persecución religiosa

En su reciente reunión con millares de jóvenes entre los que predominaban los asiáticos, el Papa Francisco hizo alusión a las persecuciones religiosas, de las que los católicos son víctimas aunque no en exclusiva. Era inevitable la referencia pues se trata del problema más serio que afecta al mundo contemporáneo, ya que se refiere a la persona humana y a los valores sobre los que se halla asentada su existencia. La persecución muestra sus extremos cuando se traduce en violencia cruel, pero no es patrimonio exclusivo de fanáticos y terroristas que lanzan sus bombas o disparan. El Holocausto no fue invento inesperado de un Führer; éste lo había recibido como parte de su patrimonio, con el antisemitismo que utilizó para empujar a las masas a la complicidad e incluso a la complacencia. Hace unos días hemos conmemorado a Santa Teresa Benedicta de la Cruz, es decir, Edita Stein, que murió por ser judía y monja carmelita. Fue rápidamente detenida cuando los alemanes invadieron Holanda, porque, en una carta a Pío XI, había denunciado los subterráneos que se escondían tras aquella persecución que entonces se iniciaba y en la que también perecieron muchos católicos, como Maximiliano Kolbe.

El Concilio Vaticano II definió la libertad religiosa como uno de los derechos naturales más decisivos de la persona humana. No se trata de abandonar la idea de que la Iglesia es depositaria de la revelación, sino de reconocer que el amor a Dios y a su servicio constituye un eje esencial para la sociedad. Precisamente el descubrimiento por los poderes políticos de las dimensiones que la religión procura, los induce a servirse de ellas y no a servirlas. Y esto era lo que la Asamblea conciliar reclamaba: todos los seres humanos tienen derecho inalienable a practicar su religión.

Es indudable que los grandes poderes que se formaron en el cristianismo incurrieron en el error de querer imponer a su propia religión una obediencia a las dimensiones del Estado. La Iglesia ha pedido perdón por ello y ha recordado la clara definición de la libertad cristiana, que reclama la libre voluntad para dar valor a sus sacramentos y descubre, en el mensaje final de Cristo en la cruz, las palabras decisivas acerca de sus injustos y crueles perseguidores: «No saben lo que hacen». Pues bien, el mundo actual verdaderamente no sabe cuánto daño se causa a sí mismo al quebrantar este derecho.

Afecta de una manera especial al mundo musulmán, en donde cada día registramos noticias de violencia. Pero no nos engañemos: la violencia no nace por sí sola, sino que es fruto, a modo de explosión de ciertos cambios en el pensamiento que, cuando alcanzan a las estructuras mínimas de la sociedad, empujan hacia ese terrible enemigo del hombre que es el odio. En una Epístola de San Juan encontramos muy claramente expresada esa antítesis: puesto que Dios es Amor, el odio, su antítesis, aparece siempre cuando aquél se abandona o se utiliza con otros fines. Es indudable que el cristianismo incurrió en esta debilidad de convertirse en una de las dimensiones de la estructura política y pagó por ello. Pero las inclinaciones hacia el materialismo, que se autocalificaba de laicismo, vinieron a hacer más graves todavía las consecuencias. De una manera especial el materialismo dialéctico, que aún profesan muchos partidos entre nosotros, y así lo manifiestan, llegó a declarar que la religión es un mal y, en consecuencia, debe ser destruida. Mientras esta doctrina no se cambie queda lejos de nosotros toda esperanza.

La persecución religiosa se presenta bajo muy diversas dimensiones. Al historiador importa destacar dos de ellas: la que silenciosamente penetra en las venas de la sociedad tratando de convencerla de que la religión es un obstáculo para el pleno disfrute de las posibilidades; ahí se inserta la revolución sexual americana de 1986; y la que abiertamente quiere destruir los vínculos religiosos sin detenerse en la aplicación de la pena de muerte – sin tribunales de Justicia– a quienes permanecen dentro de ella. La primera forma tuvo en el siglo XIX su aplicación en Francia, partiendo de los nuevos principios de la ciudadanía, aunque el laicismo tropezó con el grave obstáculo de Lourdes, al que se sumaría más tarde Fátima. La segunda es propia del siglo XX: en México, en España, en Polonia y en otros muchos países, tuvo la Iglesia católica oportunidad de sumar un número de mártires que superaban incluso a las persecuciones del Imperio romano.

Los mártires producen sufrimiento, pero también son el nivel alto de la santidad; de ahí que hayan producido, y lo sigan haciendo, movimientos de adhesión. Un millón de personas, sobre todo jóvenes, se movilizan cuando el Papa beatifica a los que forman serie en la Historia. Pero también sirven para alimentar las dosis de crueldad. Desde 1959, cuando se inició el proceso de descolonización, el Islam se encuentra ante una disyuntiva: buscar el entendimiento o adentrarse en las siniestras cuevas del fundamentalismo. En estos momentos, en Siria, en Gaza, en Irak o en Nigeria, parece ganar terreno la segunda alternativa. Es llegado el momento en el que la ONU sea capaz de enfrentase con el problema. No mediante evasivas políticas, sino afrontando el gran tema del respeto a la libertad religiosa.

Esto no significa un retorno a las tibias fórmulas de la tolerancia o del deísmo. Es imprescindible reconocer que los derechos humanos no son simples resultados de un contrato social revisable, sino reconocimiento de esa plena dignidad que reviste la naturaleza humana y que el cristianismo explica diciendo que ha sido creada a imagen y semejanza de Dios. Hay que poner fin a las violencias, pero todavía necesitamos ir más lejos. La persecución religiosa comenzó en niveles intelectuales y ahí sigue firmemente asentada en sectores políticos que pretenden hacernos volver al leninismo más o menos radical: la religión no es el «opio», sino la «libertad» de los pueblos.