Restringido
Podría disparar a la gente en la calle
Lo ha dicho Donald Trump, no yo, convencido de que lideraría las encuestas incluso si decidiera liarse a tiros en plena Quinta Avenida. Razón no le falta. ¿Quién lo discutirá tras siete meses de abracadabra, en los que ha puesto boca arriba el partido republicano? El portavoz del descontento, inductor del caos, sólo atisba un rival, Ted Cruz, y hablamos de un tipo que está casi tan chiflado y es casi tan macarra, o más, que él. Normal que la revista «National Review», altavoz de la derecha intelectual en EEUU, haya publicado un número, Against Trump (Contra Trump), donde una panoplia de intelectuales y líderes conservadores enciende velas para que descarrile. Temen que Trump le vuele los sesos a un partido estupefacto, mientras sus némesis demócratas sonríen como el gato de Alicia ante la perspectiva de enfrentar a quienes equiparan mexicanos con psicópatas y prometen muros en la frontera que ríase usted de la Gran Muralla. En realidad Trump importa más allá de 2016 porque, suceda lo que suceda en las primarias, refleja un seísmo. Es Syriza en Grecia y Podemos y Juntos por el Sí y etcétera en España, Marine Le Pen en Francia y aquel Berlusconi en la Italia de las velinas. Soluciones raudas como vacuna a enfermedades de amplio espectro. Linternas de bajo consumo para orientar al peatón de la Historia. Un paraíso portátil, eso ofrecen los sacamuelas a unas clases medias vapuleadas. Tras las bancarrotas del sistema financiero y la deslocalización de las empresas, extraños en un país que no entienden, rodeados de inmigrantes, a los nostálgicos les queda ir al casino y pedir ficha. Una lotería algo menos violenta que la que conoció Europa en los años treinta del siglo XX, acuciada por las resmas del fascismo y el comunismo, aunque igualmente hija del desconcierto y la locura. Compran Trump, compran populismo, como otros la bonoloto. Con la esperanza de que la antipolítica ocupe el terreno de la política. Después de renegar de las castas, en EEUU Washington D.C., en España todo lo que amparen o jaleen las mareas podemitas, el votante acaba por elegir al más político de todos, Trump, ese señor con vocación caudillista que aspira a que él y solo él haga política. Política de tierra quemada, por supuesto, y oratoria empapada en gasolina. Lo peor es que parte del establishment habría asumido que Trump ganará los caucus, y que por tanto toca aparcar las cuitas. Pelillos a la mar. Escribe Jack Flanagin en la revista Qartz que ante la puerta del rubio fenómeno ya hay cola de donantes, gente poderosa, emisarios de Wall Street, que aspiran a congraciarse con el ogro. Mala cosa, por cuanto los fenómenos populistas no admiten interlocutores, sólo secuaces y clientes. O víctimas, claro. Cualquiera que les afee el discurso, el disidente y el descreído, y en general cuantos desconfíen del aprendiz de brujo terminarán orillados o en la lista negra. No es posible pactar con los demagogos, sólo humillarse, dejarse comprar o morir. El cocodrilo, antes que pactos, sueña masacres. Haría bien el establishment republicano en rechazar los encantos del saurio.
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