Luis Suárez

Populismo

Tenemos a Grecia en el punto de mira. No es algo que deba extrañarnos, pues en ella han tenido lugar cambios que afectaron seriamente a nuestra cultura, de la que es, además, una de las dos raíces sustanciales. De ella procede el término democracia, aunque se parecía poco a lo que hoy entendemos por tal. Los demos acogían sólo a los ciudadanos, pero excluían a los venidos de fuera o sometidos a la inferioridad en el trabajo que conocemos como esclavitud. Hoy, algunas de las dimensiones de la esclavitud, y así nos lo señalan importantes pensadores, han retornado, al hacer del trabajo un medio material de ejecución, que nada tiene que ver con la dignidad de la persona humana: dar trabajo consiste en comprar mediante precio convenido horas o días del tiempo laboral. Y nada más.

Hace ya más de veinte siglos, cuando Roma se apoderó de Grecia y la convirtió en provincia, ampliando el número de polis a las que se aplicaba el sistema nacido en Atenas, un gran pensador, Polibio, fue llevado como rehén a Roma, en donde, pese a su situación, tuvo la oportunidad de establecer relaciones con algunas de las familias más notables, aquellas que pusieron en juego el calificativo nobilitas, que nos proporciona nobleza. Descubrió entonces que las sociedades humanas, sujetas siempre al poder de la naturaleza, eran capaces de descubrir y aplicar tres modos de ejercicio del poder, que se suceden y también se desgastan como todo aquello que forma parte del universo. La primera era la basileía (realeza para entenderlo mejor) que otorga el poder a uno solo y que al evolucionar y consumirse, acaba degenerando en tiranía arbitraria. Entonces entra en juego la minoría selecta, que restablece el orden imponiendo la aristocracia. Pero ésta, al desgastarse y perder sus valores morales, se convierte en simple oligarquía. Los demos entran en juego en la tercera fase asumiendo el poder, que es lo que significa democracia. Cuando ésta se desgasta,pierde sus propias condiciones y pasa a ser oclocracia, es decir, gobierno de los peores.

La crisis que Europa y con ella el mundo occidental está sufriendo, parece dar la razón a Polibio: los peores, es decir, aquellos que buscan el bien para sí mismos empleando las bases políticas en su enriquecimiento, parecen instalarse en el poder o, como la propia Grecia ha demostrado, pueden conseguirlo. Y a esto es a lo que se llama populismo, que presenta en su propaganda bastantes de los argumentos que sus lejanos antecesores ya manejaron: apoyadme y veréis cómo soy capaz de crear un paraíso en la tierra. No necesitáis ni religión ni autoridad; basta con el poder cuando sea totalmente nuestro. Cualquier historiador está en condiciones de proponer ejemplos que explican perfectamente esta dimensión. Podemos incluso llegar a la conclusión de Maquiavelo: el retorno al gobierno individual del príncipe es la única salida, pero iniciándose así el poder evolutivo.

Esas dos dimensiones que advertimos en la sociedad moderna, la que atiende al dinero, haciéndolo autoridad universal, y la que busca en las masas la plataforma para el gobierno, entrañan consecuencias muy peligrosas. Curiosamente, Polibio, admirado por los logros de Roma, creyó que ésta iba a escapar del peligro porque en ella se daba una especie de convivencia. Era una monarquía, ya que el poder se ejercía siempre por magistrados temporales; contaba con un Senado del que emanaba la autoridad (auctoritas patrum) y fijaba las normas pero no las ejecutaba, ya que su función consistía en el enriquecimiento del «ius», el derecho que garantiza a la ciudadanía, y contaba con las asambleas electorales de los comicios. De hecho, hemos de recordar que el sistema de gobierno por ella creado tuvo una larguísima duración, hasta el día terrible en que, abandonada por Europa, Santa Sofía de Constantinopla, hollada por las herraduras de los caballos turcos, perdió su nombre y su esencia.

Pues bien, entre las lecciones que nos proporciona la Historia se encuentra aquella que De Gasperi, Schumann y Adenauer, siguiendo los pasos de Churchill, ya transmitiera: Europa dispone en estos momentos, superados los excesos del autoritarismo y del totalitalismo, de dimensiones políticas suficientes para evitar ser conducida al abismo por los populismos devastadores y por los capitalismos enraizados. La autoridad, enriquecida en el ius civilis que todos dicen compartir, se garantiza mediante esos documentos fundamentales que llamamos Constituciones. Es bueno advertir que dos países, importantes en suma, Gran Bretaña e Israel, carecen de Constitución porque disponen de bases más solidas: pues la Constitución significa una norma de vida y ni ingleses, que la remontan a la Carta Magna, ni los judíos, que se refieren al mosaísmo, la necesitan. Pero al mismo tiempo nos advierten a los españoles de un tema esencial. En cuanto norma de conducta la Constitución tiene que acomodarse al orden ético de la propia naturaleza. No es lícito legislar contra ella. Primer deber de los sectores políticos, que son meros programas: cumplir y hacer cumplir la Constitución. La Monarquía, que sigue siendo forma de Estado típicamente europea, ha renunciado al ejercicio del poder para centrarse en esta otra tarea más importante: recordar a todos los ciudadanos que, por encima de intereses de partido, se encuentran obligados a hacer norma esencial de existencia los cometidos que se incluyen en el texto constitucional. Y ésta tarea, especialmente valiosa cuando se pone en relación de dependencia con el orden ético que corresponde a la Naturaleza, es principio absoluto de la libertad. De ahí que se la llame Carta Magna recordando aquel paso decisivo que se diera a principios del siglo XIII. Ahí es, precisamente en donde se encuentra el peligro en nuestros días: prescindir de la Constitución significa invertir los papeles y someter a los ciudadanos a quienes poseen el poder político o económico. Estamos a tiempo de rectificar errores corrigiendo ante todo los abusos que se han cometido. Cuando se escuchan las promesas de rectificación, sentimos los simples ciudadanos de a pie que se abre una luz a la esperanza.