Jesús Fonseca
¿Por qué hay corrupción?
Es cuestión de números: todo hombre tiene su precio, lo que hace falta es conocer cuál es. ¿Cuántas veces hemos escuchado este razonamiento a modo de justificación frente a los rateros? Pues no. Hay muchos españoles –la inmensa mayoría– que no están en venta. Dispuestos a ser cada uno, cada uno y a que no se les meta en el mismo saco.
Otra cosa muy distinta es que nos inquiete lo que nos pasa; queramos ponerle remedio. Y lo que nos preocupa a muchos, en estas últimas horas del año es encontrar las causas de este alarmante aumento del choriceo para hacerle frente. Pues a estas alturas del paseo está ya muy claro que si la politización de las instituciones públicas fuera menor, la corrupción también lo sería. Claro que el problema no está sólo en los que pillan a troche y moche, despluman y mangan y se llevan crudo lo que es de todos, sino también en los que callan y consienten con sus silencios tanta fechoría y latrocinio.
De nada sirve rasgarse las vestiduras, para luego mirar a otra parte a la hora de identificar y hacer pagar su deudas a los cacos. De nosotros depende el grado de corrupción que estemos dispuestos a soportar. Del compromiso individual, de la respuesta personal de cada uno. ¡Hagámonos oír con valentía! Acabemos con el todo vale. El soborno es el enemigo más severo que tiene la democracia. Y lo es porque deteriora la confianza en los representantes públicos y, de rebote, en el sistema. ¿ Acaso no es esto un verdadero desastre?
Lo cantaba Joan Baez y lo entono yo, en esta mi última gacetilla del año: «Si no peleas para acabar con la corrupción y la podredumbre, acabarás formando parte de ella».
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