Ángela Vallvey
Portugal
Sólo cuando estamos en Extremadura pensamos en lo fácil que resulta «acercarse» a Portugal, tierra hermosa, ignorada y discreta. Me gustaría haber escrito, viajado y sentido mucho en, y por, Portugal, pero, por desgracia, no lo frecuento demasiado; en eso no soy distinta de la mayoría de los españoles, y he vivido largos años tontamente de espaldas al fiable y excelente vecino lusitano. Craso error.
De Portugal lo que mejor conozco es Póvoa de Varzim, un precioso y tranquilo pueblo del área metropolitana de Oporto, y eso porque la Cámara Municipal ha tenido a bien invitarme alguna vez que otra a un encuentro de escritores denominado «Correntes d'Escritas» que junta durante unos días a plumíferos iberos con africanos de lengua portuguesa y americanos que hablan español o portugués. Uno de los pocos congresos de los que tengo noticia que habla en términos de «cultura peninsular», y en lenguas de la Península Ibérica pensada como una unidad, como un todo lleno de referente y sentido.
Estando en Póvoa, cuesta muy poco bajar hasta Oporto, que no sólo merece una visita por la fama de sus vinos. En la Rua Santa Catalina está el precioso Café Magestic –dicen que es uno de los más bonitos del mundo, y no me extraña–; desde la Torre de los Clérigos se puede contemplar la ciudad, abrazada por el mar, y en la Catedral se lee un resumen en forma de arte y piedras de los vaivenes que ha dado el mundo con el correr de los siglos. No hay que olvidarse de almorzar en La Ribeira pulpo asado regado –por supuesto– con un vino de Oporto, o de detenerse un buen rato a observar el río Duero, un espejo de luces puras titilantes bajo el puente Luis I, mientras todo alrededor invita a soñar.
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