Ángela Vallvey
Precoz
Estos días atrás hemos sabido de varios menores varones que supuestamente han violentado sexualmente a otras tantas niñas, más pequeñas aún que ellos. La edad de los abusadores es tan temprana que una no puede dejar de sentir espanto al leer esas noticias.
La precocidad sexual no es algo nuevo. Probablemente, cuanto más primitivo era el ser humano, antes perdía para siempre su infancia. Porque iniciarse pronto en el proceloso camino de la sexualidad no significa otra cosa sino extraviar la niñez, malgastarla. O sea, decir adiós al único paraíso conocido en esta tierra. Salir del Edén por voluntad propia, o forzados a ello, para ingresar de bruces en el exasperado desgobierno de la vida adulta, donde ya no cabrá nunca más la ingenuidad, la sencillez, la blancura de la inexperiencia. A mi entender, la niñez es una conquista de la civilización. Un buen día, alguna familia humana decidió proteger a sus hijos del mundo, salvarlos de su desdicha y su crudeza, de las malandanzas de la existencia, para simplemente verlos jugar, prolongando su proceso de educación, de aprendizaje, y que así estuviesen mejor preparados para enfrentarse al porvenir. Los humanos comenzaron a rechazar lo salvaje protegiendo a sus criaturas de las desgracias adultas. Se supone que eso es el progreso: dejar atrás la barbarie, la incultura, el retraso. Conquistar la dignidad.
Pero, en nuestros tiempos, cuando vivimos más años que nunca en la historia, la niñez se está acortando, irónicamente, porque se está «sexualizando». La infancia no está protegida, sino todo lo contrario: está siendo arrebatada de las manos de criaturas que quizás la echarán de menos cuando tengan edad de ser conscientes de ello.
Los niños de hoy están más cerca de la prehistoria que de un futuro refinado, evolucionado, dichoso. El error educativo es mayúsculo. El dislate social, imperdonable.
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