Julián Redondo
¡Qué cabeza!
Con 29 años cumplidos, a Karim Benzema le cuesta sentar la cabeza. Con esa facilidad innata con que desborda, rompe cinturas y remata, con esa autoridad para pisar el área, fuera del rectángulo de juego pisa charcos en el desierto del Kalahari. Así es él. Ha firmado más autógrafos en el juzgado que en la calle. Tuvo que declarar bajo arresto en la Brigada de Lucha contra el Proxenetismo de París porque cuando conoció a Zahia Dehar, junto a Ribéry, la chica les dijo que era mayor de 18 años y no pasaba de 16. Fue absuelto. Sus accidentes e incidentes de tráfico ya no se cuentan con los dedos de una mano. Continúa pendiente de juicio por el «sextape» de Valbuena. Le acusan de extorsión y está apartado de la selección francesa.
Por ese feo asunto del chantaje al amigo en el que se vio implicado por las malas compañías, el Primer Ministro, Manuel Valls, no le quiere ver con los «bleus». Y ha sido tan categórico y repetitivo en la sentencia que parece que sabía algo del nuevo «affaire» que amenaza al futbolista. Su nombre ha salido en un turbio asunto de blanqueo de dinero y tráfico de drogas. «Liberation» lo llevó a la portada.
La calidad futbolística de Benzema está reñida con su entorno. Permanece fiel a los amigos de la infancia, que le traen por la calle de la amargura y es incapaz de cerrarles la puerta. Para los bienpensados, Karim es una especie de ONG y para quienes se fijan exclusivamente en los hechos, sin interés alguno por analizarlos, es un gamberro que no se merece lo que el Real Madrid le paga todos los meses: 667.000 euros netos. Le han multado por conducción temeraria con carné y sin carné. Ha infringido en Isla Reunión, en Ibiza, a las puerta de su urbanización y en Atocha. ¡Cabecita loca!
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