Enrique López
Que nos dejen en paz
Inmersos en unas nuevas elecciones en España, pase lo que pase, España como país y como proyecto común se encuentra en una gran encrucijada, ese tipo encrucijadas que por fortuna se dan pocas veces, pero que hay que afrontar con decisión y esperemos que con racionalidad y, sobre todo, responsabilidad colectiva. La esencia del sistema democrático es sobre todo la elección entre opciones, entre diferentes modos de concebir el orden social, político, económico, etc.; pero eso sí, basándose en unos principios y parámetros inmanentes al sistema, los cuales lo dotan de estabilidad dentro de los naturales cambios de los que en definitiva mandan en el país. Ahora bien, es esencial en el sistema democrático respetar las reglas del juego y los parámetros a los que antes me refería, de tal suerte que el modelo no quede comprometido en cada cita electoral, como si fuera una suerte de ruleta rusa. Un eje básico de la política es precisamente el respeto a la radicación humana de la política y los parámetros éticos de la sociedad, debiéndose considerar que la persona es el principio y fin de la vida política, entendiendo que la política recibe del ser humano su fundamento y su significado definitivo. Cuando algunos se presentan como los salvadores de la patria, me pongo a temblar, porque detrás de tal cortina lo que suele encontrarse es un absoluto desprecio de la persona como ser individual, buscando su alineamiento en la masa y en la muchedumbre, denostando la esencia del humanismo en su sentido más determinante. Un sistema ideal es aquel que se caracteriza por defender una neutralidad moral del Estado para que los individuos puedan perseguir su propia concepción del bien sin ninguna interferencia estatal ni social. Pero aquí surge lo que en mi opinión es una ficticia contienda política. Para unos, el Estado y el Gobierno no pueden interferir en la libertad de los individuos, invocando que algunas actividades son más valiosas que otras, relegando al Estado a un ente que se debe limitar a evitar las interferencias injustas de y entre los ciudadanos. Otros ponen énfasis en que cada individuo debe disponer equitativamente de los mismos medios para poder perseguir su propia concepción del bien y de su propia prosperidad. Sobre tales premisas se nos presentan unas elecciones como el principio de un fin; pero nadie puede erigirse en un prescriptor de nuevos modelos de sociedad en una como la nuestra, puesto que todo está inventado, de tal suerte que no es incompatible creer en el liberalismo y en el individuo, y a la vez, apostar por la remoción de obstáculos que impidan la igualdad material. Quienes intentan apropiarse de esto último quieren apropiarse de la sociedad en beneficio propio, puesto que el que es en verdad solidario es el individuo, y no los sistemas políticos en sí mismos. Nos decía Juan Pablo II que la solidaridad no es un sentimiento superficial, es la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común, es decir, el bien de todos y cada uno para que todos seamos realmente responsables de todos.
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