Cristina López Schlichting
Que sí, que sí
Que sí, que sí, que sí, que tiene razón la Pantoja. Que no, que no pienso quitarle ni un punto a su argumento. Personas versadas en inteligencia emocional, como el psicólogo Walter Riso, describen los síntomas del enamoramiento como muy parecidos a los de los estados maníacos o la locura. El enamorado es un obseso del amor, se centra de forma neurótica en el amado y repasa una y otra vez sus cartas y recuerdos. Exagera sus virtudes y se engaña con respecto a sus defectos, comprende y perdona todo y se manifiesta exultante y dispuesto a correr todo tipo de riesgos, desde poner en peligro estatus o reputación hasta jugarse la salud en el sexo irresponsable. ¿Quién no ha llorado por no haber sabido reconocer en esa rabieta de novio la mala leche proverbial del esposo? ¿Quién no miró con dulzura ese rapto de celos que anticipaba una personalidad controladora? En el amor no vemos lo que no queremos ver. La literatura está llena de chanzas sobre viejos engatusados por jóvenes sinvergüenzas; ricas que pierden la cabeza por el gigoló de turno y gentes que se precipitan a la muerte en plena juventud por culpa del amor, desde «la Celestina» a «Romeo y Julieta». Como dice el refrán: «Los amantes de Teruel, tonta ella y tonto él». El peso legal del argumento de la hormona del amor es cosa del magistrado, porque no vamos a pedir que exoneren «por pasión» a la mujer y al amante que contratan a un sicario para matar al esposo, por ejemplo, pero que los seres humanos perdemos la cordura y el buen tino cuando Cupido hace de las suyas, es cosa sabida. Los de la Pantoja habrán sido robos, pero robos enamorados. Y el que esté libre de pecado, que tire la primera flecha.
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