José Luis Requero

Regenerarse o morir

Los populismos y las mentiras tienen algo en común: fluye por sus venas un elemento de verdad. Sólo así se explica que acaben prendiendo, sólo así las mentiras resultan creíbles y los populismos atractivos. Otro punto en común se da entre el populismo y la demagogia, fenómenos similares pero distintos. Ambos buscan el favor del pueblo. La demagogia suele partir de la propia clase política en el poder o aspirante al poder que intenta ganarse el favor popular con propuestas facilonas, irresponsables la mayoría de las veces. Los populismos tienen también al pueblo como objeto de deseo; aparentemente nacen del propio tejido social, pero no es difícil encontrar el tutelaje de una élite política o ideológica.

Tras las pasadas elecciones ya ha aflorado en España, de manera organizada y estructurada, una opción populista clara, con serias aspiraciones de poder o de ser la clave para el acceso de otros al poder. Su origen remoto habrá que encontrarlo en el fin de la Guerra Fría, la reacción a las políticas neocon, la globalización, el aumento de las diferencias sociales y, sobre todo, lo que ha venido tras la crisis norteamericana de las subprime y su contagio mundial: crisis bancaria, crisis de la deuda pública, la escalada del gasto, déficit, los consabidos recortes y el paro, sobre todo juvenil. Y en el caso español hay que añadir el afloramiento de una corrupción ya sin colores ni siglas, sino general, una corrupción amplia en lo horizontal y alta en lo vertical. Más la idea de una clase política enquistada y abusona.

En esa mezcla de crisis económica y degeneración de la democracia está esa parte de verdad que hace que prenda el populismo, una reacción entendible frente a un sistema político que se percibe falseado y frente a un sistema económico que ahonda las diferencias y maltrata su base, la clase media. Pero su credibilidad acaba en el pretexto. Más que las propuestas, lo inquietante del populismo es que prendan sus propuestas. Es difícil comprender que un país con un régimen democrático, deteriorado pero enderezable, busque su regeneración echándose en brazos de propuestas claramente totalitarias y que encima se vendan como lo genuinamente democrático. Visto así, el populismo sería la peor de las dictaduras, aquella en la que el dictador –o ya tirano– tiene tal capacidad para embaucar que logra lo más perverso: someter a sus súbditos y que éstos se crean en la mejor de las democracias.

Habrá que reflexionar y mucho sobre esa tendencia suicida. Algo subyace en el tejido social español cuando más de un millón de ciudadanos ve que la regeneración del sistema político e institucional está en echarse en brazos de una opción a la venezolana o a la cubana, valga la redundancia; o cuando hay partidos que ven que su futuro está en acercarse a esas opciones. De nada han servido las enseñanzas no ya de la Historia, sino de las noticias que a diario llegan de Caracas, por seguir con el caso venezolano: persecución al oponente, arbitrariedades, pobreza y todo lo propio de un régimen que va de la dictadura a la tiranía.

Entre tanto habrá que sacar consecuencias y aprender. La experiencia demuestra que cuando un régimen democrático se tuerce y adultera, se desprestigia a los ojos de los ciudadanos, el episodio siguiente es una dictadura. Casos los hay y muchos, también en España: basta echar un vistazo a nuestro siglo XX. Cada uno tiene su propia circunstancia, pero a grandes rasgos hay coincidencias inquietantes: los ciudadanos que ahora optan por los populismos no creo que tengan un estado anímico muy distante del que tenían los alemanes que veían en el nazismo la salida de la crisis de la república de Weimar.

La enseñanza que cabe deducir es que es el propio sistema democrático el que debe regenerarse. Como los barcos, debe meterse en el dique seco para unos trabajos de mantenimiento de media vida; debe ser implacable con lo que lo ha adulterado. Pero lo primero es admitir que tiene que regenerarse; y lo segundo, ser capaz de enseñar que las alternativas salvíficas populistas son suicidas: que el ciudadano valore lo que tiene y que por eso tiene que arreglarlo, no tirarlo a la basura.