Alfonso Ussía
Relojero
He intentado siempre ser cumplidor con la hora, lo que se dice puntual. El impuntual es un egoísta muy mal educado que valora su tiempo y desprecia el de los demás. Sucedió en el dulce hogar de una millonaria recién divorciada del millonario que la enriqueció a cambio de abandonarla. «Os espero en casa a cenar tipo nueve». Un invitado llegó puntualmente «tipo nueve», y el apuesto mayordomo le acompañó al salón. «La señora está terminando su masaje». Cuando ella, después del masaje, el baño con espuma, la elección del vestido y de las joyas y demás minucias bajó al salón «tipo diez y media», los invitados se habían marchado con los ceniceros de plata, una colección de pitilleras, y un pequeño óleo apoyado en diminuto soporte que representaba un paisaje norteño. Tan sólo se hallaba el primer invitado, el puntualísimo. Tomó una copa con su anfitriona y se despidió: «¿No te quedas a cenar?»; «no, monina, tengo mucho respeto a mi tiempo». Le ofreció el moflete derecho para el ósculo de despedida, y extrajo de su bolsillo un huevo de Fabergé, el joyero del Zar Alejandro. «Me lo llevo en concepto de indemnización». Y la cena no tuvo lugar.
A lo largo de mi vida he tenido buenos relojes. Si mal no recuerdo, un Patek Philippe, un Bulgary, un Baume & Mercier, un espantoso Rolex de oro que me causó un quebranto en la muñeca izquierda, y un Hublot, entre otros. Todos duermen en el escondite de los objetos con valor material sin esperanzas de uso en mi casa de Hinojosa del Valle. Soy de natural observador, y he llegado a una conclusión, absolutamente sesgada y sin apoyo científico. A mejor reloj, a mayor ostentación de riqueza en la muñeca, a más quilates de oro y piedras preciosas incrustadas en la esfera, menos puntualidad. Me confirma mi camisero que tiene clientes que exigen una holgura en los puños de la camisa para que quepa bien el reloj. Es decir, que se hacen las camisas a la medida del reloj, dejando las suyas en un segundo plano.
Los jóvenes de ahora apenas usan relojes. Consultan la hora en sus móviles y sus tabletas. Mi pobre ser, que siempre descubre los hallazgos con decenios de retraso, se siente feliz con un «Swatch» de ocho euros que adquirió este verano en comercio del ramo. No se retrasa, no se adelanta, y cuando se termina la pila, se tira y se sustituye por otro exactamente igual. No hay que llevarlo a la joyería para cambiar una pila que el joyero no tiene y esperar tres meses que lo devuelvan de Suiza. Y se evitan tentaciones extemporáneas. Las mujeres se fijan mucho en los relojes. Entienden de relojes, lo cual no termino de comprenderlo. Y algunas de ellas, bellísimas por cierto, notan en sus duodenos el vuelo de las mariposas del amor ante un reloj potente. Desde que llevo mi modesto y sencillo «Swatch» en mi muñeca izquierda, he dejado de ser objeto del deseo femenino. Y debo añadir, que a mi edad, esa claudicación resulta harto conveniente.
También existe la figura del impuntual a capricho. Contaba Joaquín Calvo-Sotelo que tuvo un catedrático de Derecho que siempre llegaba a clase con más de quince minutos de retraso. Cuando sonaba el timbre que anunciaba el término de la misma, consultaba con su reloj y decía campanudo: «Señores, ya que no hemos sido puntuales a la entrada, seámoslo al menos, a la salida».
El hombre elegante por naturaleza, es decir, el que pasa desapercibido gracias a su contención estética, es reconocido por sus zapatos y sus relojes. La mínima ostentación destroza su imagen. En los zapatos, los italianos han hecho mucho daño a la elegancia. En los relojes, los árabes con dinero y los constructores del pelotazo, principalmente, aunque conozco a individuos con ocho generaciones de nobleza a sus espaldas que se hacen las camisas a la medida de su Rolex. Lo escribió Walter Canon con eximia agudeza: «Todo hombre que se mueve por la calle con un portafolios en la mano derecha en busca de un taxi y alza su mano izquierda para detenerlo y el taxi sigue su marcha no es un hombre transparente. Es sencillamente un tipo que lleva un peluco que pesa demasiado». A reloj más caro, propietario más impuntual y grosero. La vida es un tiempo concreto que nadie puede manejar a su antojo. La impuntualidad, además de grosería, acorta la vida del puntual, que acumula a lo largo de su existencia muchas horas de espera y hastío. Háganme caso, por favor.
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