Aragón

Revolución en Cataluña

Como otros muchos llevo años diciendo que la independencia de Cataluña es imposible (el último que ha insistido es Felipe González) y que los argumentos para ella son irracionales. Que los argumentos históricos son mentira, que Cataluña ha resultado beneficiada desde que unos condados catalanes se integraron en Aragón, Aragón en España. Que se benefició económicamente, se benefició hablando en español (que se obstinan en llamar castellano). En nada estorbó, sino al contrario, el que hablaran español y catalán. Puede haber habido desajustes parciales, siempre los hay, también con el resto de España. Eran lo de menos. Cataluña salía beneficiada, España también. Y los demás españoles nos encontrábamos a gusto en Cataluña, como en casa. Colaborábamos y colaboramos en empresas comunes. Ahora nos invitan menos, alguna vez a un Congreso anunciado en catalán e inglés. Yo por lo menos no voy, aunque lo atribuyo a las presiones.

Tenemos, pues, que cambiar de modelo para ver que aquello que empezó, a comienzos del XIX, como «poesía y aranceles», que dijo Jesús Pabón, se ha convertido en una ola irracional. Uno de esos tsunamis ante los que todos se encogen para intentar salvarse. Muchos se dejan llevar, como el bañista, por la ola: así podrá, quizá, salvarse. No es cosa de razón, es una revolución: una fuerza que arrastra, cada cual trata de salvarse como puede. Muchas veces se ha dado esto, ya en el plano religioso, ya en el del pensamiento o la política. Es un mínimo grupo que se viste de salvador, crece, crea temor, esta es la cosa, aunque en tal o cual punto alguien pueda asentir. Sus dirigentes se convierten en héroes y aspiran, de paso, al bonito papel de gobernantes. Sus enemigos son fascistas o como se quiera llamarles: medio se disimulan para intentar salvarse. La pura masa gritadora que han creado es ya el argumento... mientras dure, las revoluciones también cansan y pasan.

De manera que se han apoyado en tales o cuales ideas políticas, han creado y firmado, con los demás, una Constitución española y las instituciones de ésta, tales como el Parlamento o la Generalidad, ¡y las utilizan para romper la unidad! Es como cuando en la Revolución francesa los Estados Generales se autoproclamaron Asamblea Nacional: el centro del poder. Y, tras haber coaccionado a todos, piden su asistencia a manifestaciones, «cadenas humanas», celebraciones tan falsas como la de la diada. Pero parece que tienen algún reparo a actuar directamente, quieren votaciones que les den la razón.

Quieren, es más, que el famoso «Estado», España, decimos nosotros, dé su aprobación o su autorización o su consentimiento o su traición a fórmulas mil, como el famoso derecho a decidir (el cual negué en LA RAZÓN 19-1-2013, antes de ponerse tan de moda). Es famosa la jungla de esas variantes y fórmulas de cada día para la independencia, habría que hacer un florilegio. Es curioso que pidan que de un modo u otro la aprobemos, tienen, parece, hasta un cierto complejo. Es algo así como cuando un hijo pide al padre permiso para un matrimonio indeseado. Después de todo, es su padre.

La otra arma de las revoluciones, además de crear el miedo, es crear el odio. Por cosas mínimas, por resentimientos fantásticos. «Odio» escribí otra vez («El País», 1-11-2002), hablando de los sectarios de ETA. Odio a España, al lado de la cual sus mayores habían luchado contra el moro, habían llevado la cultura española a América. Ese odio de los impulsores de revoluciones lo hemos visto en la Historia en ejemplos mil. Ahí está el de las revoluciones, francesa y rusa, entre otras. En las independencias de América, felizmente el odio se borró luego, salvo excepciones. En las fracturas recientes, la de Croacia y Serbia, por ejemplo, la conozco bien.

¿Y qué hace el sector vendido, menospreciado, calumniado? España, en este caso. Poca cosa: las revoluciones son duras. Cansan. Apenas si queda la esperanza de que todo aquello acabe por cansar. O que los demás se cansen de ellas. Pero es penoso tener que esperar setenta años, como sucedió en Rusia ante nuestros ojos. Claro que hay revoluciones y revoluciones, algunas se apaciguan antes.

Nuestro presidente Rajoy utiliza la parsimonia galaica, esa vieja sabiduría que da resultados a veces. Tiene miedo a los hechos consumados, a agravar lo que es ya malo. Pero muchos creemos que España no habría debido tolerar partidos ni autonomías dirigidos abiertamente contra España. En la Constitución no caben, literalmente les exige el respeto, propone medidas para salvar el mal: jamás han sido utilizadas. Había miedo a agravar las cosas. Así también en el caso de ETA. Y ha sido un error.

Y otra desgracia: la actuación del Partido Socialista aliándose con los separatistas para captar unos votos miserables, circunstanciales (los defenestran al final). Han interpretado la oposición como una autorización para luchar contra el Gobierno. No: antes que el poder está el preservar la casa común.

Esta es la conclusión. No se trata de argumentos racionales, que no los hay, para la independencia catalana. Se trata de un proyecto personal, revolucionario, de un pequeño grupo que busca simplemente el poder y usa los recursos tradicionales de esa clase de grupos. Sean derechas o sean izquierdas, o ambas cosas, esa no es la cuestión. Se les dan demasiadas facilidades.