Cristina López Schlichting

Rosa y Gabriela

Son injustos con las niñas de Hugo Chávez. Que Rosa Virginia y María Gabriela se hayan encastillado en la casa presidencial venezolana es lo natural. Bastante disgusto tienen ellas porque a papá no se le haya podido embalsamar –los expertos rusos exigían un traslado largo a Moscú–. Chávez ha sido encumbrado a la hagiografía laica del régimen, es el astro inmarcesible, el faro que alumbra desde arriba, y ellas, como hijas del santo, tienen derecho a templo. Todavía tienen en la retina el rostro enflaquecido y la sonrisa extinta en Cuba. Y el susto de ver el cadáver diez años más joven, hinchado y brillante como un pato laqueado, un chinito de adorno. Quien no comprenda su dolor no cree en la Venezuela bolivariana, los humildes ni en Martí. Desde el 14 de abril, día en que Maduro se hizo con el trono, las niñas del héroe se aberronchan en «La Casona» y no paran de hacer fiestas y encargar comida a los catering de prestigio. Que si pizzas, que si hamburguesas, que si conciertos privados con estrellones. Les echan en cara que no pagan... ¿Acaso no ha hecho la familia lo que ha podido por los trabajadores? ¿No ha redimido papi a los pobres del país? ¡Y ahora vienen con facturas, los muy ingratos! Rosa y Gabriela permanecen aferradas a los salones presidenciales, como percebe en roca, y Nicolás Maduro ha de conformarse con la residencia del vicepresidente. ¡Pero es que no hay color entre Maduro y papito! ¿Acaso este segundón tiene más derechos que las princesas caribes, las cariátides araucanas brotadas del tronco de la liberación, las vestales del Orinoco? No, no y no. A las muchachas les sirven las mucamas mangles e icacos para desayunar, después de descansar en uno de los seis dormitorios principales (los huéspedes tienen habitaciones aparte), pero mientras bailan en los ocho salones, nadan en la piscina o ven películas en la sala de cine, tienen las pobres que preocuparse de los impertinentes requerimientos del nuevo presidente, que no hace sino molestarlas. Los tamarindos y dragos del jardín, el palo santo y los árboles de leche albergan sus suspiros y ponen sombra a sus llantos. No hay derecho. No es justo que un gorilón sin escrúpulos acose a estos pilares de la patria caraca. ¿Qué vale más, un funcionario pasajero o la carne del prócer inmenso, su sangre filial? A Rosa Virginia y a María Gabriela se les deben respeto y agradecimiento, honra y amor patrio. Y si no, que resucite Hugo Chávez, a ver si Nicolás tiene bemoles.